Łokietek pod Ojcowem, pintado en 1890 por Wojciech Gerson. Si tienes paciencia, no tardaré en explicarte por qué lo he elegido para esta entrada.
Pero me temo que me cuesta centrarme, mucho. Ahora entiendo a Hidalgocinis. No controlo bien mi poder y el suyo me es tan extraño... Da pánico, auténtico terror, vislumbrar estas imágenes que se deslizan como con voluntad propia, a veces atrapándome por completo. Son de otro lugar y de otro tiempo, aunque eso lo sé más que nada por lo que me han contado de las capacidades de Hidalgocinis. Yo no soy capaz de distinguir si es algo del futuro o del pasado, o si quizá está ocurriendo ahora mismo.
Ayer, según llegamos, Rolando iba a bajar para ayudar en la búsqueda, pero vimos que Hidalgocinis estaba allí, cerca de la ranchera. Me miró de un modo extraño. Sé que hemos tenido nuestros encontronazos, pero es que... me ha costado mucho recorrer el camino que me ha llevado hasta aquí, hasta esta tierra agreste, cálida y perturbadora, hasta este momento terrible. Ahora no soy más crédula, pero sí más cauta, y sé que los monstruos que viven en el fondo del armario te pueden matar.
Hidalgocinis estaba allí, a caballo, sujeto en el armazón que usa como silla de montar. Es más joven de lo que pensaba y mucho más guapo, con unos ojos amables que daban la impresión de verte, de verte realmente, más allá de toda posible escapatoria. Recuerdo haber pensado que su vida era una tragedia y también un milagro. Gracias a él, muchos han podido tener una oportunidad de seguir viviendo, de defenderse y luchar. Quizá pronto estemos muertos, pero vamos a poder combatir para recuperar nuestro mundo, podremos intentar patearle el culo a esos demonios de mierda, joder, y eso es mucho más de lo que otros han tenido.
Pero, nada es gratis en esta vida. Su poder le estaba consumiendo. Nadie puede estar totalmente cuerdo, con un Nuiz como el suyo. Una vez, durante el viaje, lo comenté con Rolando. Precognición, lo llamó él, y me explicó un poco cómo funcionaba. Visiones del futuro. Sé que puede parecer tentador.
Pocas cosas resultan tan aterradoras, pocas producen tal sensación de ansiedad y de impotencia.
Me dio tanta pena que hice algo que, no sé, quizá fuese una locura, porque ahora las visiones se mueven por mi mente como una sustancia lenta y pegajosa, filtrándose por cada resquicio de consciencia. La cuestión es que lo hice: me acerqué a él, cogí su mano, y me la llevé a la mejilla.
- No estás loco - le dije, intentando consolarle, intentando aliviarle. No sé si se dio cuenta de lo que estaba haciendo realmente: tomar su Nuiz. Asumirlo. Liberarlo, al menos durante un tiempo, nunca he sabido cuál es el límite de mi capacidad.
En aquel primer momento, yo no me sentí distinta.
Entonces, Rodrigo (vale, así llamaré a No-Faustino desde ahora) regresó, con Andy y con el resto de los que buscaban entre las peñas. No sé, en otras circunstancias quizá no le hubiese reconocido a Andy, pero Rodrigo... Le vi y supe que era él y eso que no estaba en su mejor momento, precisamente. Tenía los ojos muy rojos, el gesto seco, rígido; nos miraba sin vernos. Es comprensible, se hallaba bajo un fuerte shock, su ex esposa y su hija habían muerto. Un hombre se acercó a abrazarle pero no reaccionó. Había tanto dolor tras aquella barrera que levantaba para mantenerse cuerdo... Pensé en el tiempo en el que encontré su blog, cuando hablaba de su hija de aquel modo tan especial, con tanto cariño. Me daba tanta envidia, deseaba tanto haber tenido una relación así con mi padre y, ahora, con mi hija...
Cuando Rodrigo se enteró de que los causantes de todo aquello habían sido un grupo de hombres, no demonios sino hombres mortales, normales y corrientes, fue... terrible. Gritó de un modo espeluznante y salió corriendo tras ellos. Rolando se fue con él, y otros. Hubo un momento de desconcierto, nadie sabía muy bien qué debían hacer.
Entonces, Hidalgocinis ordenó que se siguiese camino hasta Santa Elena, hacia el punto de reunión, pero yo no quería irme sin Rolando, así que decidí ir tras él.
Nadie me vio alejarme, cuidé de aprovechar un momento en que Enrique intentaba comprobar el estado de Brau. Cometí una locura, me han dicho luego, podía haberme perdido por ahí, por el monte, y no están las cosas como para quedarse solo o hacer que todos te busquen, cuando hay tanto que hacer. Bueno, quizá... Reconozco que tuve suerte, porque no se habían alejado mucho, pude seguir los ruidos del grupo. Había ya poca luz aunque, la verdad, tampoco hubiese cambiado mucho la cosa de ser mediodía. No soy precisamente una experta en seguir rastros. Al contrario, soy mujer de ciudad: aunque me guste el campo me he criado pisando asfalto.
El caso es que les seguí aunque, si les alcancé, fue porque se habían detenido. Vi algo semejante al cuadro que he elegido para hoy: un hombre arrodillado ante Rodrigo que, espada en ristre, le escuchaba atentamente, con Rolando y Andy a su lado. Cerca se abría una entrada de cueva. En ese momento, varios hombres de Hidalgocinis sacaban a rastras a más gente, y arrojaban algunos trastos miserables. Sus pertenencias, supuse.
Eran ocho bandoleros en total. Varios estaban heridos y su jefe pedía por sus vidas. Decía una y otra vez que no habían pretendido causar tanto daño, que sólo querían conseguir algo de comer. Que se sentían desesperados y asustados, de otro modo jamás hubiesen obrado así. No estaban acostumbrados a la vida en el monte, no sabían sobrevivir allí, no sabían cómo conseguir alimentos... Los otros también suplicaban, atrás, y gemían de dolor.
Sé que habían matado a varias personas, con su torpe trampa. Pero me dieron pena.
Rodrigo estaba muy quieto, la mirada muy fija. Sólo la mano que sujetaba la empuñadura de su espada temblaba ligeramente, lo único que permitía saber que se trataba de un hombre y no de una estatua. Temí que, en cualquier momento, descargara un golpe fatal sobre aquel individuo, que lo decapitase o algo así.
- No lo hagas - murmuré, no sé por qué. Rodrigo me oyó y me miró. Yo pensé en aquella vez que me había llamado "su futura ex-amante". Seguro que él no lo recordó, para nada. Quizá ni sabía que era yo, Rebeca, que por fin nos habíamos encontrado - Por favor, Rodrigo, no lo hagas. Mírales. Están al borde de la inanición y más asustados que otra cosa.
- ¡No queríamos matar a nadie! - repitió el hombre, con un gemido. Qué imagen patética daba... Pero, no sé, creo que Rodrigo no iba a hacer caso de ninguna de nuestras súplicas. Se veía que estaba lleno de ira, que ansiaba sangre, mucha sangre, la suficiente para ahogar todo aquel dolor...
Entonces, Rolando se acercó y le susurró algo al oído. Rodrigo se estremeció.
- No te perdono la vida - dijo por fin, al cabo de un momento - Ni a ti, ni a ninguno de los tuyos. No lo hago, no lo haré, jamás. Por lo que habéis hecho, me las quedo. Las reclamo. Me pertenecen - las frases, cortas, caían una tras otra como losas; casi daban la impresión de constreñir el aire. El hombre le miró sin comprender - Debería arrancaros el corazón del cuerpo ahora mismo, pero estamos en tiempos difíciles. Vendréis y serviréis al ejército humano y os entregareis a mí para que haga con vosotros lo que quiera. Que os quede muy claro que ahora sois mis esclavos. Vuestras almas son mías - acercó la punta de la espada al cuello del hombre - Repítelo. Vamos, dilo. Entrégame tu alma a cambio de que te deje seguir respirando.
- Rodrigo... - susurré. No sé, me pareció espantoso plantearlo así, como un intercambio, como si fuese una compraventa. Pero él me miró de un modo terrible, silenciándome por completo. Luego, volvió a centrarse en el bandido. El hombre temblaba violentamente.
- Lo prometo, lo prometo... - sollozó. Rodrigo le pinchó apenas con la punta de la espada, ayudándole a recordar su exigencia - Te entrego mi alma, es tuya, te pertenezco.
- Bien. Repite: morirás por mí, cuando te lo ordene.
El bandido tragó saliva.
- Lo haré. Moriré por ti, cuando lo ordenes - aceptó, rindiéndose. Los demás, también lo hicieron. Cómo no. Los pobres diablos, arrepentidos, débiles, sin dios ni esperanza, le entregaron su alma a Rodrigo para que haga con ellos lo que quiera. Los usará de kamikazes o algo así, imagino...
Pero no pude ocuparme más de ellos porque, de pronto, las imágenes aparecieron, ocupándolo todo.
Molinos de viento.
Apreté los puños fuerte, fuerte, para asirme a la realidad, pero fue inútil. Me clavé las uñas en las palmas de las manos, sangré, dolió, pero fue inútil. Ahora ya lo sé, nada puede controlarlo; al menos, yo no soy capaz de hacerlo. Esas visiones van y vienen, fluctúan, se deslizan lentamente ante mis ojos...
- ¿Qué le ocurre? - oí que preguntaba Rodrigo.
- Tiene el Nuiz de Hidalgocinis - respondió Rolando. Así que lo sabe, pensé. Supongo que imaginó mis razones, cuando le toqué, y no lo impidió. Quizá, como yo, opina que Hidalgocinis necesita un poco de descanso en su tormento.
Da igual. Todo da igual. Lo único que importa, son las imágenes.
Molinos altos y blancos, sobre colinas de sangre. Casi puedo olerla, casi puedo sentir en el rostro el viento caliente, sofocante, cargado de podredumbre. Las aspas giran, giran y me marean...
Pero uno de esos molinos no se mueve y clava un diente profundo en la tierra.
Pero me temo que me cuesta centrarme, mucho. Ahora entiendo a Hidalgocinis. No controlo bien mi poder y el suyo me es tan extraño... Da pánico, auténtico terror, vislumbrar estas imágenes que se deslizan como con voluntad propia, a veces atrapándome por completo. Son de otro lugar y de otro tiempo, aunque eso lo sé más que nada por lo que me han contado de las capacidades de Hidalgocinis. Yo no soy capaz de distinguir si es algo del futuro o del pasado, o si quizá está ocurriendo ahora mismo.
Ayer, según llegamos, Rolando iba a bajar para ayudar en la búsqueda, pero vimos que Hidalgocinis estaba allí, cerca de la ranchera. Me miró de un modo extraño. Sé que hemos tenido nuestros encontronazos, pero es que... me ha costado mucho recorrer el camino que me ha llevado hasta aquí, hasta esta tierra agreste, cálida y perturbadora, hasta este momento terrible. Ahora no soy más crédula, pero sí más cauta, y sé que los monstruos que viven en el fondo del armario te pueden matar.
Hidalgocinis estaba allí, a caballo, sujeto en el armazón que usa como silla de montar. Es más joven de lo que pensaba y mucho más guapo, con unos ojos amables que daban la impresión de verte, de verte realmente, más allá de toda posible escapatoria. Recuerdo haber pensado que su vida era una tragedia y también un milagro. Gracias a él, muchos han podido tener una oportunidad de seguir viviendo, de defenderse y luchar. Quizá pronto estemos muertos, pero vamos a poder combatir para recuperar nuestro mundo, podremos intentar patearle el culo a esos demonios de mierda, joder, y eso es mucho más de lo que otros han tenido.
Pero, nada es gratis en esta vida. Su poder le estaba consumiendo. Nadie puede estar totalmente cuerdo, con un Nuiz como el suyo. Una vez, durante el viaje, lo comenté con Rolando. Precognición, lo llamó él, y me explicó un poco cómo funcionaba. Visiones del futuro. Sé que puede parecer tentador.
Pocas cosas resultan tan aterradoras, pocas producen tal sensación de ansiedad y de impotencia.
Me dio tanta pena que hice algo que, no sé, quizá fuese una locura, porque ahora las visiones se mueven por mi mente como una sustancia lenta y pegajosa, filtrándose por cada resquicio de consciencia. La cuestión es que lo hice: me acerqué a él, cogí su mano, y me la llevé a la mejilla.
- No estás loco - le dije, intentando consolarle, intentando aliviarle. No sé si se dio cuenta de lo que estaba haciendo realmente: tomar su Nuiz. Asumirlo. Liberarlo, al menos durante un tiempo, nunca he sabido cuál es el límite de mi capacidad.
En aquel primer momento, yo no me sentí distinta.
Entonces, Rodrigo (vale, así llamaré a No-Faustino desde ahora) regresó, con Andy y con el resto de los que buscaban entre las peñas. No sé, en otras circunstancias quizá no le hubiese reconocido a Andy, pero Rodrigo... Le vi y supe que era él y eso que no estaba en su mejor momento, precisamente. Tenía los ojos muy rojos, el gesto seco, rígido; nos miraba sin vernos. Es comprensible, se hallaba bajo un fuerte shock, su ex esposa y su hija habían muerto. Un hombre se acercó a abrazarle pero no reaccionó. Había tanto dolor tras aquella barrera que levantaba para mantenerse cuerdo... Pensé en el tiempo en el que encontré su blog, cuando hablaba de su hija de aquel modo tan especial, con tanto cariño. Me daba tanta envidia, deseaba tanto haber tenido una relación así con mi padre y, ahora, con mi hija...
Cuando Rodrigo se enteró de que los causantes de todo aquello habían sido un grupo de hombres, no demonios sino hombres mortales, normales y corrientes, fue... terrible. Gritó de un modo espeluznante y salió corriendo tras ellos. Rolando se fue con él, y otros. Hubo un momento de desconcierto, nadie sabía muy bien qué debían hacer.
Entonces, Hidalgocinis ordenó que se siguiese camino hasta Santa Elena, hacia el punto de reunión, pero yo no quería irme sin Rolando, así que decidí ir tras él.
Nadie me vio alejarme, cuidé de aprovechar un momento en que Enrique intentaba comprobar el estado de Brau. Cometí una locura, me han dicho luego, podía haberme perdido por ahí, por el monte, y no están las cosas como para quedarse solo o hacer que todos te busquen, cuando hay tanto que hacer. Bueno, quizá... Reconozco que tuve suerte, porque no se habían alejado mucho, pude seguir los ruidos del grupo. Había ya poca luz aunque, la verdad, tampoco hubiese cambiado mucho la cosa de ser mediodía. No soy precisamente una experta en seguir rastros. Al contrario, soy mujer de ciudad: aunque me guste el campo me he criado pisando asfalto.
El caso es que les seguí aunque, si les alcancé, fue porque se habían detenido. Vi algo semejante al cuadro que he elegido para hoy: un hombre arrodillado ante Rodrigo que, espada en ristre, le escuchaba atentamente, con Rolando y Andy a su lado. Cerca se abría una entrada de cueva. En ese momento, varios hombres de Hidalgocinis sacaban a rastras a más gente, y arrojaban algunos trastos miserables. Sus pertenencias, supuse.
Eran ocho bandoleros en total. Varios estaban heridos y su jefe pedía por sus vidas. Decía una y otra vez que no habían pretendido causar tanto daño, que sólo querían conseguir algo de comer. Que se sentían desesperados y asustados, de otro modo jamás hubiesen obrado así. No estaban acostumbrados a la vida en el monte, no sabían sobrevivir allí, no sabían cómo conseguir alimentos... Los otros también suplicaban, atrás, y gemían de dolor.
Sé que habían matado a varias personas, con su torpe trampa. Pero me dieron pena.
Rodrigo estaba muy quieto, la mirada muy fija. Sólo la mano que sujetaba la empuñadura de su espada temblaba ligeramente, lo único que permitía saber que se trataba de un hombre y no de una estatua. Temí que, en cualquier momento, descargara un golpe fatal sobre aquel individuo, que lo decapitase o algo así.
- No lo hagas - murmuré, no sé por qué. Rodrigo me oyó y me miró. Yo pensé en aquella vez que me había llamado "su futura ex-amante". Seguro que él no lo recordó, para nada. Quizá ni sabía que era yo, Rebeca, que por fin nos habíamos encontrado - Por favor, Rodrigo, no lo hagas. Mírales. Están al borde de la inanición y más asustados que otra cosa.
- ¡No queríamos matar a nadie! - repitió el hombre, con un gemido. Qué imagen patética daba... Pero, no sé, creo que Rodrigo no iba a hacer caso de ninguna de nuestras súplicas. Se veía que estaba lleno de ira, que ansiaba sangre, mucha sangre, la suficiente para ahogar todo aquel dolor...
Entonces, Rolando se acercó y le susurró algo al oído. Rodrigo se estremeció.
- No te perdono la vida - dijo por fin, al cabo de un momento - Ni a ti, ni a ninguno de los tuyos. No lo hago, no lo haré, jamás. Por lo que habéis hecho, me las quedo. Las reclamo. Me pertenecen - las frases, cortas, caían una tras otra como losas; casi daban la impresión de constreñir el aire. El hombre le miró sin comprender - Debería arrancaros el corazón del cuerpo ahora mismo, pero estamos en tiempos difíciles. Vendréis y serviréis al ejército humano y os entregareis a mí para que haga con vosotros lo que quiera. Que os quede muy claro que ahora sois mis esclavos. Vuestras almas son mías - acercó la punta de la espada al cuello del hombre - Repítelo. Vamos, dilo. Entrégame tu alma a cambio de que te deje seguir respirando.
- Rodrigo... - susurré. No sé, me pareció espantoso plantearlo así, como un intercambio, como si fuese una compraventa. Pero él me miró de un modo terrible, silenciándome por completo. Luego, volvió a centrarse en el bandido. El hombre temblaba violentamente.
- Lo prometo, lo prometo... - sollozó. Rodrigo le pinchó apenas con la punta de la espada, ayudándole a recordar su exigencia - Te entrego mi alma, es tuya, te pertenezco.
- Bien. Repite: morirás por mí, cuando te lo ordene.
El bandido tragó saliva.
- Lo haré. Moriré por ti, cuando lo ordenes - aceptó, rindiéndose. Los demás, también lo hicieron. Cómo no. Los pobres diablos, arrepentidos, débiles, sin dios ni esperanza, le entregaron su alma a Rodrigo para que haga con ellos lo que quiera. Los usará de kamikazes o algo así, imagino...
Pero no pude ocuparme más de ellos porque, de pronto, las imágenes aparecieron, ocupándolo todo.
Molinos de viento.
Apreté los puños fuerte, fuerte, para asirme a la realidad, pero fue inútil. Me clavé las uñas en las palmas de las manos, sangré, dolió, pero fue inútil. Ahora ya lo sé, nada puede controlarlo; al menos, yo no soy capaz de hacerlo. Esas visiones van y vienen, fluctúan, se deslizan lentamente ante mis ojos...
- ¿Qué le ocurre? - oí que preguntaba Rodrigo.
- Tiene el Nuiz de Hidalgocinis - respondió Rolando. Así que lo sabe, pensé. Supongo que imaginó mis razones, cuando le toqué, y no lo impidió. Quizá, como yo, opina que Hidalgocinis necesita un poco de descanso en su tormento.
Da igual. Todo da igual. Lo único que importa, son las imágenes.
Molinos altos y blancos, sobre colinas de sangre. Casi puedo olerla, casi puedo sentir en el rostro el viento caliente, sofocante, cargado de podredumbre. Las aspas giran, giran y me marean...
Pero uno de esos molinos no se mueve y clava un diente profundo en la tierra.