Vino de Tokai, de Luis Ricardo Falero. Siempre me han gustado sus cuadros aunque este me viniera a la memoria por algo que, francamente, me tiene muy disgustada.
Me explicaré:
Por fin llamé a Enrique, más que nada por darle algo de emoción a mi vida. Tampoco puedo explicar cuáles eran mis intenciones. Bueno, sí... lo admito, sacar un poco de quicio a Rolando. Estoy veinte años suspirando por él y ahora esto es todo lo que tengo, como me dijo el otro día. Y a mí me repatea hasta compartirlo con el dichoso mundo, con esas bestias que se abren paso por brechas, y con todo lo que está ocurriendo, en definitiva.
Qué le vamos a hacer, yo soy una humana normal, de las que hacen la compra, ven la teleserie de turno y van a la peluquería mientras el mundo se estremece a su alrededor, sin apenas percatarse. Además, toda nuestra realidad se convulsiona, cierto, pero he intentado participar y se me aparta, qué más puedo decir. No me veo capaz de limitarme a ser el famoso descanso del guerrero, de las más rancias posturas machistas. Yo no descanso. No sé lo que es la paz, no puedo darla.
Que quiero un poco de pasión, sí. Quiero ser lo más importante para la persona que es lo más importante para mí, en el mundo mundial. Y que yo entienda que no puede ser, no implica que no me resulte tremendamente difícil seguir el ritmo del planeta en semejantes condiciones.
En fin, la cosa es que, llevada por un maquiavélico impulso, llamé a Enrique. Y el miércoles por la mañana se presentó aquí en su descapotable, con un par de maletas de buen tamaño y sus palos de golf. Eso, de por sí, hubiese tenido tela, a ver dónde va a jugar al golf en este sitio, aunque tengamos unos terrenos de campo y bosque alrededor. Pero, lo que me dejó perpleja, es que... se trajo una rubia. Así, como os lo cuento.
Qué le vamos a hacer, yo soy una humana normal, de las que hacen la compra, ven la teleserie de turno y van a la peluquería mientras el mundo se estremece a su alrededor, sin apenas percatarse. Además, toda nuestra realidad se convulsiona, cierto, pero he intentado participar y se me aparta, qué más puedo decir. No me veo capaz de limitarme a ser el famoso descanso del guerrero, de las más rancias posturas machistas. Yo no descanso. No sé lo que es la paz, no puedo darla.
Que quiero un poco de pasión, sí. Quiero ser lo más importante para la persona que es lo más importante para mí, en el mundo mundial. Y que yo entienda que no puede ser, no implica que no me resulte tremendamente difícil seguir el ritmo del planeta en semejantes condiciones.
En fin, la cosa es que, llevada por un maquiavélico impulso, llamé a Enrique. Y el miércoles por la mañana se presentó aquí en su descapotable, con un par de maletas de buen tamaño y sus palos de golf. Eso, de por sí, hubiese tenido tela, a ver dónde va a jugar al golf en este sitio, aunque tengamos unos terrenos de campo y bosque alrededor. Pero, lo que me dejó perpleja, es que... se trajo una rubia. Así, como os lo cuento.
Annetta Olgsberg, si es que entendí bien, cosa que me extrañaría porque, entendámonos, a mí qué coño me importa cómo se llama esta rubia descerebrada con risa de pito y tendencia a tener siempre una copa de "lo que sea alcohólico" en la mano (de ahí que me viniera a la mente ese cuadro). Enrique explicó que Annetta es una "antigua amiga, bla bla bla" y que se había presentado en su casa por sorpresa esa misma mañana, pensando quedarse con él un par de días. Vamos, lo más lógico, lo que le puede pasar a cualquiera en estos días que vivimos: que una nórdica maciza se presente en casa para pasar una semana de sexo lujurioso y risas sin complicaciones, antes de seguir viaje. No te fastidia...
Tampoco es que Enrique las tuviera todas consigo, al fin y al cabo es abogado y un hombre muy educado. Nos dijo que no podía dejarla sola pero que, por supuesto, si su presencia suponía un problema, podía dejar allí su equipaje, irse con ella, y volver cuando se marchase de Bilbao. Que, en definitiva, iba a ser cosa de eso, un par de días, una semana a lo sumo...
En la casa hay sitio, para una rubia y para un harén entero, y no se me ocurrió ninguna otra excusa plausible. Además, para cuando conseguí articular palabra, Rolando ya había dado su visto bueno (en realidad se limitó a encogerse de hombros, porque el tema le importaba un pimiento) y Jon había dejado de babear y estaba cargando con el equipaje de la rubia. La hemos instalado en la habitación de Enrique. Bueno, más bien se ha instalado ella, que para eso vino hasta Bilbao, supongo. No controla muy bien el idioma, aparte de "siesta" y "toros, olé", pero se hace entender perfectamente cuando quiere.
Qué narices, al fin y al cabo, igual hasta viene bien. En las cutre-películas clónicas de terror que tanto gustan a los eeuitas, la rubia descerebrada es un clásico, una de las primeros personajes a los que se come el bicho. Si veo que se acerca una de esas arañas, sólo tengo que echar a correr. Aunque tiene las piernas larguísimas (le calculo un metro diez, qué barbaridad), con esos taconazos y todo ese vino encima, seguro que no puede ir muy rápido.
Ahí han estado, tan ricamente. Será posible... Me traigo a Enrique para que me entretenga y le dé celos a Rolando y resulta que se hacen amigos chachipiruli de Beatriz, y aunque Rosa María empezó también mosca por el interés que Annetta despierta en Jon, está claro que finalmente ha caído víctima de su carisma.
Se pintan las uñas juntas, diantre, y andan probándose peinados y cambiándose la ropa...
Para cortarse las venas.
En fin, por todo esto, entre que no he querido pasar mucho tiempo con ellos y que Rolando se fue casi de inmediato, he tenido mucho tiempo para pasear a solas por los alrededores de la casa, aburriéndome mortalmente.
Por eso, esta mañana estaba sola cuando he descubierto algo en el pequeño cementerio que hay en el valle. Aunque es muy antiguo y pertenece a dos o tres aldeas (creo) y varios baserris, es realmente pequeño, un rincón encantador, encajonado dentro de unos muros cubiertos de hiedra. Casi parece de juguete, con sus cipreses y sus lápidas mohosas. En una de las tumbas del centro hay un precioso ángel de piedra, una figura grácil, que parece detenida en el tiempo, siempre ofreciendo un hermoso ramo de rosas, siempre inmóvil; bello y sonriente, como el único habitante en esa extraña casa de muñecas. Me gusta el sitio, es tranquilo y, aunque no está especialmente cuidado, tiene un cierto encanto en su abandono.
Pero, hoy, he visto que se había abierto una grieta en la base de la tumba central, por lo que el ángel había caído de bruces y estaba hecho añicos sobre la tierra, las rosas de piedra convertidas en polvo destrozado. Dios, al encontrarlo y, luego, mirando fijamente ese hueco oscuro, negro, negro, me he llevado un buen susto, incluso a la luz del sol. Si llega a salir algo de ahí, una mano temblorosa, un cráneo, una puñetera rata, creo que hubiese gritado espantada.
No ha ocurrido nada. Pero, aún así...
No sé cómo explicarlo. He estado unos minutos paralizada, contemplando la brecha. Y, de pronto, me he dado cuenta de que no se oía nada, absolutamente nada. Habitualmente, allí, se escucha el sonido de los pájaros que juegan entre los árboles, el del arroyo que pasa cerca, tras unos robles y, más allá, el rumor eterno de la propia vida. Pero, hoy, no conseguía oír nada, excepto la brisa lamiendo la hierba.
Volví de inmediato, inquieta, y se lo conté a Diego, más que nada porque era el único que estaba en casa en esos momentos, los demás habían salido "a jugar al golf", maldita sea su estampa. Él me pidió que le enseñase el sitio, así que le llevé.
Al ver la brecha, palideció de un modo alarmante, aunque intentó disimularlo. Me dijo que volviera a la casa, que él iba a revisar bien los alrededores, porque probablemente había acampado gente en la zona y tal y, si eran unos vándalos, quizá habían hecho más tropelías como esa, por ahí. No le creí, claro, y a punto estuve de indignarme otra vez. Vale que ni yo misma me sienta nunca muy adulta, pero no soy tonta y odio que me traten como tal, que me aparten de los problemas serios.
Pero, como Diego ha estado enfadado conmigo, por lo de que me he ido cuando me ha dado la gana, he decidido dejarlo pasar.
Cuando me alejaba, me volví a mirar y le vi hablando por el móvil.
No sé, me he quedado mosca. A ver si regresa de una vez y le presiono un poco para que me cuente.
Tampoco es que Enrique las tuviera todas consigo, al fin y al cabo es abogado y un hombre muy educado. Nos dijo que no podía dejarla sola pero que, por supuesto, si su presencia suponía un problema, podía dejar allí su equipaje, irse con ella, y volver cuando se marchase de Bilbao. Que, en definitiva, iba a ser cosa de eso, un par de días, una semana a lo sumo...
En la casa hay sitio, para una rubia y para un harén entero, y no se me ocurrió ninguna otra excusa plausible. Además, para cuando conseguí articular palabra, Rolando ya había dado su visto bueno (en realidad se limitó a encogerse de hombros, porque el tema le importaba un pimiento) y Jon había dejado de babear y estaba cargando con el equipaje de la rubia. La hemos instalado en la habitación de Enrique. Bueno, más bien se ha instalado ella, que para eso vino hasta Bilbao, supongo. No controla muy bien el idioma, aparte de "siesta" y "toros, olé", pero se hace entender perfectamente cuando quiere.
Qué narices, al fin y al cabo, igual hasta viene bien. En las cutre-películas clónicas de terror que tanto gustan a los eeuitas, la rubia descerebrada es un clásico, una de las primeros personajes a los que se come el bicho. Si veo que se acerca una de esas arañas, sólo tengo que echar a correr. Aunque tiene las piernas larguísimas (le calculo un metro diez, qué barbaridad), con esos taconazos y todo ese vino encima, seguro que no puede ir muy rápido.
Ahí han estado, tan ricamente. Será posible... Me traigo a Enrique para que me entretenga y le dé celos a Rolando y resulta que se hacen amigos chachipiruli de Beatriz, y aunque Rosa María empezó también mosca por el interés que Annetta despierta en Jon, está claro que finalmente ha caído víctima de su carisma.
Se pintan las uñas juntas, diantre, y andan probándose peinados y cambiándose la ropa...
Para cortarse las venas.
En fin, por todo esto, entre que no he querido pasar mucho tiempo con ellos y que Rolando se fue casi de inmediato, he tenido mucho tiempo para pasear a solas por los alrededores de la casa, aburriéndome mortalmente.
Por eso, esta mañana estaba sola cuando he descubierto algo en el pequeño cementerio que hay en el valle. Aunque es muy antiguo y pertenece a dos o tres aldeas (creo) y varios baserris, es realmente pequeño, un rincón encantador, encajonado dentro de unos muros cubiertos de hiedra. Casi parece de juguete, con sus cipreses y sus lápidas mohosas. En una de las tumbas del centro hay un precioso ángel de piedra, una figura grácil, que parece detenida en el tiempo, siempre ofreciendo un hermoso ramo de rosas, siempre inmóvil; bello y sonriente, como el único habitante en esa extraña casa de muñecas. Me gusta el sitio, es tranquilo y, aunque no está especialmente cuidado, tiene un cierto encanto en su abandono.
Pero, hoy, he visto que se había abierto una grieta en la base de la tumba central, por lo que el ángel había caído de bruces y estaba hecho añicos sobre la tierra, las rosas de piedra convertidas en polvo destrozado. Dios, al encontrarlo y, luego, mirando fijamente ese hueco oscuro, negro, negro, me he llevado un buen susto, incluso a la luz del sol. Si llega a salir algo de ahí, una mano temblorosa, un cráneo, una puñetera rata, creo que hubiese gritado espantada.
No ha ocurrido nada. Pero, aún así...
No sé cómo explicarlo. He estado unos minutos paralizada, contemplando la brecha. Y, de pronto, me he dado cuenta de que no se oía nada, absolutamente nada. Habitualmente, allí, se escucha el sonido de los pájaros que juegan entre los árboles, el del arroyo que pasa cerca, tras unos robles y, más allá, el rumor eterno de la propia vida. Pero, hoy, no conseguía oír nada, excepto la brisa lamiendo la hierba.
Volví de inmediato, inquieta, y se lo conté a Diego, más que nada porque era el único que estaba en casa en esos momentos, los demás habían salido "a jugar al golf", maldita sea su estampa. Él me pidió que le enseñase el sitio, así que le llevé.
Al ver la brecha, palideció de un modo alarmante, aunque intentó disimularlo. Me dijo que volviera a la casa, que él iba a revisar bien los alrededores, porque probablemente había acampado gente en la zona y tal y, si eran unos vándalos, quizá habían hecho más tropelías como esa, por ahí. No le creí, claro, y a punto estuve de indignarme otra vez. Vale que ni yo misma me sienta nunca muy adulta, pero no soy tonta y odio que me traten como tal, que me aparten de los problemas serios.
Pero, como Diego ha estado enfadado conmigo, por lo de que me he ido cuando me ha dado la gana, he decidido dejarlo pasar.
Cuando me alejaba, me volví a mirar y le vi hablando por el móvil.
No sé, me he quedado mosca. A ver si regresa de una vez y le presiono un poco para que me cuente.
Hola, Rebeca, soy Pilar y llevo días escondida. Que me parece que Enrique te ha llevado a la rubia para que te pongas celosa.
ResponderEliminarBesitos.
Ah, Pilar, me alegra mucho saber de ti. Sigue escondida, haces bien, y si necesitas algo me dices, a ver si puedo ayudar... Y de eso, sí, también lo creo. Aunque te juro que impresiona, la nórdica. Pff guapísima. Abrazos.
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