sábado, 23 de julio de 2011

Un Sábado con Aroma a Orégano

The distant Princess, pintado en 1899 por Georges Jules Victor Clairin. Así, así ha sido uno de los momentos más emotivos de mi vida.

Soy feliz. Creí que nunca podría volver a decir algo así, pero es cierto. Me siento eufórica, tanto que no tiene mucho sentido que pierda el tiempo escribiéndote, ya no te necesito. Pero supongo que me he acostumbrado a contarte mis cosas, quizá siga haciéndolo un día o dos... Has sabido de mis penas: escucha ahora mis alegrías.

Todo empezó ayer, por pura suerte, al llegar al lugar adecuado, a nuestro Destino. Así, de pronto. A Rolando le dolía la cabeza. Yo estaba buscando una aspirina en el bolso cuando noté que el aire olía repentinamente dulce y fresco. Recordé el rincón secreto que tenía en el jardín, de niña. Recordé el parque de Doña Casilda, en los lentos atardeceres de primavera, cuando Julián y yo retozábamos sobre la hierba, escondidos tras los matorrales. Recordé...

- Huele a orégano- dijo Enrique, desde el asiento trasero. Sí, cierto. Olía a orégano, a campo, a verde, a multitud de flores recién cortadas, a vida... Yo estaba a punto de decir todo eso y más, embriagada casi hasta la borrachera por aquel perfume perfecto, cuando Rolando cayó de bruces sobre el volante. Sin dirección, el coche dio un giro repentino, oímos el derrapar de las ruedas, gritamos, al ver la sombra oscura de los árboles, acercándose rápido, rápido, demasiado rápido...

Fue un instante y me pareció tanto tiempo, tuve tanto miedo...

Madre dice que fue un nacimiento. Un Renacimiento, a una vida mejor. Debe ser cierto porque ella jamás se equivoca.

El Hummer chocó de frente, con violencia, contra un tronco inmenso. Creo que perdí el conocimiento un momento, un único instante de negrura; cuando me recuperé, me dolía terriblemente la cabeza. Enrique se quejaba, frotándose un hombro. Rolando seguía inconsciente.

- ¡Tranquilos! ¡Ya viene la ayuda! - oí entonces, y vi que había gente fuera. Casi sollocé de agradecimiento, sin miedo alguno, porque en ese momento no recordaba el mundo oscuro y terrible del que venía, ni los demonios, tanto los humanos como los ajenos, que tanto dolor estaban causando. No se me ocurrió que quisieran matarnos para quedarse con el coche o con nuestras cosas, ni que buscaran sacrificarnos para abrir camino a criaturas pavorosas. Era sólo gente normal, gente de la de siempre. De la que, en situaciones así, solía comportarse de una forma civilizada.

Lo que pasó a continuación... No sé, lo recuerdo todo confuso, en imágenes repentinas y fugaces, que se suceden unas a otras como en un montaje caótico. Sé que nos llevaron al pueblo, que Enrique y yo podíamos caminar, y que a Rolando lo llevaron en una camilla. Pedí una ambulancia, recuerdo mi voz, suplicando, pero alguien dijo que no quedaba gasolina, que no me preocupase y no me preocupé La Guardia Civil se hizo cargo de todo, eran muy amables.

En el pueblo, pese a que ya se había hecho bastante tarde, nos recibió la Madre.

No puedo explicarte qué alegría, qué alivio repentino, experimentó mi corazón al verla. Era tan hermosa, tan segura de sí misma, tan sobrecogedoramente fuerte... Nos sonrió, nos llamó "Hijos" con su voz pura. Nos dijo que éramos una parte más, insustituible, de la gran familia que forma el pueblo.

Esperanza
, se llama, a veces, este hermoso lugar. Fe, en otras ocasiones.

Futuro
, siempre.

Yo lloraba. Enrique lloraba. Nos postramos, junto con el resto de nuestros hermanos y hermanas. El amor de la Madre nos cubrió con la suavidad de una pluma, con el frescor de un bálsamo. Un momento semejante al cuadro que he usado para esta entrada.

Rolando seguía inconsciente. La Madre ordenó que lo llevaran de inmediato a su Santuario. ¡Ella misma iba a atenderlo! ¡Qué gran honor! Yo no podía creerlo, estaba tan sumamente agradecida... Empecé a contarle mi vida; la historia surgía a borbotones de entre mis labios, precipitada y sin orden. Pero supongo que fue suficiente para que supiera que Rolando lo era todo para mí, que mi amor le había pertenecido siempre. Ella observó cómo se llevaban a Rolando, con cuidado, y sonrió.

- En realidad, siempre has amado a Enrique, Rebeca - dijo, con voz melodiosa - Mira bien en tu interior, y lo comprobarás. Puedes sentirlo, siéntelo, permítete sentirlo, hija mía, porque aquí sólo importa tu felicidad.

¡Entonces lo comprendí! ¡Madre tenía razón, desde el principio he amado locamente a Enrique! ¡Siempre! ¿Cómo he podido estar tan ciega? Porque me engañaba, por esto y por aquello, sometida a tonterías que ahora ya quedaban más allá, en el mundo oscuro y estéril que se extendía fuera de ese lugar llamado Fe, o Esperanza, o Futuro...

Enrique me miraba. Yo temblaba de emoción. El pueblo entero se estremeció, como si lo hubiese azotado una onda de emociones.

¡Enrique me ama a mí, a mí, a mí, sobre todas las cosas!

Le abracé, le besé, apenas podía separarme de él, y supe que le ocurría lo mismo. ¡Dios, empezó a desnudarme allí mismo, en la plaza! Entre risas comprensivas, nos llevaron a una casa y estuvimos haciendo el amor toda la noche, con pasión y fiereza, bendecidos por el amor de la Madre.

Hoy ha habido romería. En realidad, siempre hay romería, según me han dicho. Trabajamos en el campo unas cuantas horas, cantando de pura felicidad, y luego llevamos las ofrendas a la Madre, en una procesión impulsada por el entusiasmo, adornada con flores, con espliego y romero. Tengo que admitir que Enrique y yo no hemos trabajado mucho en este primer día; más bien hemos tonteado por toda la huerta, nada, que no podíamos mantener las manos quietas ni la ropa puesta, aunque a nadie le ha importado.

Nos echaban de menos. Les dolía nuestra ausencia.

Ahora recuerdo que, durante la romería, uno de nuestros hermanos se dejó caer al suelo, tan cansado que se quedó de inmediato dormido, y se lo llevaron a su casa entre varios, transportándolo con inmensa ternura. Para que veas cuánto cuidan unos de otros.

En ese momento supimos que hemos llegado a este lugar para quedarnos, para hundir profundamente en él nuestras raíces y criar nuevos hijos, muchos hijos, en el amor y el respeto a la Madre.

Con esa idea en mente, hemos vuelto a la casa, a la cama, incansables, hasta que nos han avisado de la cena. Asado y grandes cuencos de verduras, regadas con el vino más delicioso que puedas imaginar. Nada escasea aquí. La tierra es fértil y las cosechas generosas. Y la Madre todo lo puede.

Alguien ha mencionado a Rolando y me he acordado de él, aunque... bueno, ahora mismo no tengo muy claro de qué nos conocíamos. En todo caso, cuando pregunté, me dijeron que seguía bien. Debe ser así, porque está al cuidado de la Madre. Con Ella nada puede dañarle.

Debo dejarte. Enrique me llama.

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