lunes, 15 de agosto de 2011

Lunes de Grito Áspero


Detalle del Le char de la mort, de Théophile Schuler, pintado en 1848 y que ya utilicé en cierta ocasión.

He cambiado el nombre que venía (el pintor puso el suyo) por el que puedes ver...

Dos día he podido retener a Rolando a mi lado, más allá de la muerte. Me esperaba oculto en el Hummer mientras yo hacía la pantomima de su funeral, simulando un gran dolor pero soñando secretamente con volver cuanto antes a sus brazos. Me mostré evasiva con Jon y con Enrique, que intentaba darme un consuelo que no necesitaba.

Y, sobre todo, traté de engañarme cuanto pude. Le llevé comida, de distintos tipos, incluso me recorrí el campamento entero en busca de su fruta preferida. Pero nada, Rolando no comía. No bebía. No, no lo estoy explicando bien. Comía y bebía si yo se lo ordenaba, como cualquier otra cosa. En caso contrario, permanecía quieto y pasivo.

Lo que estaba claro, era que no necesitaba comer.

Me ha dicho Enrique si no siento vergüenza. Me ha dicho si no siento horror, por lo sucedido. Por haber estado revolcándome con esa masa de carne muerta animada, carente de toda voluntad. Yo es que... era Rolando.

Me ha dicho que estoy enferma...

No me importó. Durante dos días lo arranqué de las garras de la muerte y estuve con él, y pude despedirme. Le llevé en el Hummer hasta Santa Elena. Estaba pensando cómo esconderle, buscar algún sitio. Quizá, incluso, ni siquiera hubiese sido necesario. Creo que vamos a separarnos, he oído rumores aunque no he prestado mucha atención, quizá sean bulos. Esa hubiera sido una buena solución. Pensaba pedirle a Enrique que cuidase de Jon, afirmar que iba a reunirme con Beatriz, pero marcharme con Rolando y vivir felices durante el tiempo que nos fuera posible.

Pero, no ha habido opción.

Anoche, me desperté de pronto. Me había quedado dormida en el Hummer, pero Rolando no estaba conmigo. Era él quien forcejeaba con la puerta. Entró con su calma de siempre, pero supe que algo había pasado. Se sentó y se quedó mirando al frente. Yo me vestí, empezando a sentir la angustia...

- ¿Dónde has estado? - un absurdo. He dicho que Rolando no comía ni bebía. Tampoco hablaba. Se limitó a mirarme un segundo, luego volvió a fijar la vista en ese punto perdido que siempre parecía tener delante. Si había salido, era porque obedecía alguna orden. Y si era así, eso significaba que alguien lo manejaba.

Le miré también, largo rato, mientras las piezas del rompecabezas giraban en mi mente hasta encontrar su lugar. Y, de pronto, lo vi claro.

Popov me había engañado.

No me sorprendió. Qué cuitada. Como si ese hombre pudiera hacer algo, lo que fuera, sin dar mil rodeos. No habían querido sacar nada del cuerpo de Rolando, eso había sido el montaje, el movimiento de mano del prestidigitador, que busca atraer la atención del público. La verdad, la auténtica realidad, era que querían tener a alguien en el campamento, para hacer algo. Y yo deseaba desesperadamente retener a Rolando...

- ¿Qué has cogido? - pregunté. Era la opción fácil. No hablaba, no razonaba, por lo que supuse que no esperaban de él una información verbal. Tenía que ser algún documento, o hacer alguna cosa. Tuve suerte. Sacó del bolsillo una libreta y me la tendió. Yo la reconocí, habían apuntado allí mi nombre, cuando nos unimos al campamento, Rolando me llevó ante Grecia y ella lo anotó. Anotaba allí a todos los que tenían Nuiz.

- Yo no lo tengo. Ni tengo ordenador - añadió, con una sonrisa. Grecia es una mujer impresionante, de verdad. Posee una de esas personalidades magnéticas que hacen que quieras formar parte de su equipo, más que nada en el mundo - Soy la opción más segura. Nadie pensará que lo tengo yo, ni que lo tengo en una libreta vieja.

Qué lejos me pareció que quedaba aquello y no han sido más que unos días. Pero es que, en la batalla, siento que pasamos años. Y, luego, con el dolor...

Popov me había engañado. Aún así, empecé a darle vueltas cómo podría conseguir que Rolando dejase de espiar para él y que permaneciera a mi lado. Pero, entonces, llamaron a una de las ventanillas delanteras. Me asomé. Era Blanca, con una ceja rota. Un hilillo de sangre recorría su mejilla. Oh, no, pensé, suponiendo qué era lo que había pasado. Maldición.

- Tenemos que hablar, Rebeca - me dijo. Asentí, sentándome tras el volante, como si fuese a abrirle la puerta. En su lugar, arranqué violentamente - ¡Reb! - gritó Blanca, y se agarró al Hummer. Aceleré y giré, pero estaba bien aferrada, la maldita. No conseguí quitármela de encima.

Las luces me mostraron el campamento, lleno de obstáculos, pero conduje a toda velocidad. Casi atropello a Enrique, que salió de alguna parte y apenas tuvo tiempo de arrojarse a un lado. Me llevé por delante una de las tiendas de intendencia, creo que reventé algunos sacos de harina, porque todo se puso repentinamente blanco. Por suerte, gracias a algún dios olvidado, no atropellé a nadie. Y eso que había mucha gente con petates, por todas partes.

Y, de pronto, ya no estábamos en el campamento, si no en algún lugar, por ahí. No me sonaba, aunque luego supe que estábamos cerca de la tumba de Rolando. Qué apropiado.

Me quedé muy quieta. El Hummer parecía contener dos muertos, uno delante, otro detrás.

Fuera, Blanca se soltó, pálida y despeinada. Golpeó la ventanilla con una mano.

- ¿Qué te crees que estás haciendo, Reb? ¿Eh? ¡Abre la puñetera puerta! ¡Abre, te digo! - los muertos no tenemos voluntad. Obedecemos a los vivos. Me moví lentamente y quité el seguro. Blanca abrió de inmediato desde fuera. Hizo ademán de entrar pero se tapó las narices y reculó, entre arcadas. Cayó de rodillas y vomitó entre unos matorrales. La estaba mirando, sin emoción alguna, cuando llegó Enrique, corriendo - ¡No! - le gritó Blanca, alzando una mano. Pero Enrique ya había llegado a mi sitio y actuó igual. Lanzó una maldición, tapándose las narices.

- ¿Qué cojones...? - empezó - ¡Huele a muerto! ¡A podrido!

- ¡Es Rolando! - le explicó Blanca - ¡Lo ha revivido, no sé cómo! ¡Está en el coche!

Me perturbaban, me confundían. Juro que yo no sentía olor alguno. O, a lo más, el olor de Rolando, ese olor amado que quería percibir por siempre. Pero Enrique me cogió por un brazo y me arrastró fuera del vehículo, apartándome varios metros.

- ¿Qué hacemos? - le preguntó a Blanca. Ella miraba el coche, con expresión... indescriptible. Se limpió la boca, poniéndose en pie, y avanzó un par de pasos.

- Rolando... - llamó - Rolando, ven a mí.

- ¡No! - grité, forcejeando con Enrique - ¡Déjale! ¡No te atrevas! ¡No disimules, le buscas desde aquella vez que te salvó! ¡Has estado todo el tiempo como una perra en celo, tras él!

Sé que dije cosas así, y peores todavía, pero Blanca no me hizo más caso. Siguió llamando a Rolando, en los mismos términos, y yo me detuve bruscamente cuando se abrió la puerta del Hummer. En realidad, fue un proceso lento. Primero se oyó el click del seguro de la puerta trasera. Luego, silencio. Nada se movió durante largos segundos. Pero, el planeta seguía girando, no se había detenido todo para siempre.

La puerta se abrió. Salió una pierna, el pie calzado con botas militares se apoyó firmemente en el suelo; luego el otro pie, y Rolando salió al exterior, oscuro y pálido. Como Loa, pensé, sorprendida, aterrada. Como su creador.

- Madre del amor hermoso... - susurró Enrique, haciéndome daño - Rebeca, qué has hecho...

- Dejadle, dejadnos... - sollocé. Hasta yo sentí entonces el profundo hedor que desprendía el cuerpo de Rolando. Ese cuerpo que, ni una hora antes, había estado besando y abrazando. Con el que me había acostado cada segundo libre, en los últimos dos días.

Olía a cadáver. Olía a muerte...

Me incliné a un lado y vomité. Apenas fui consciente de cómo Blanca extendía las manos a los lados, con un gesto suave y elegante. Miró a Rolando con pena y con cariño, sé que le apreciaba mucho, más allá del hecho de que realmente pienso que la atraía. Y luego, cerró los ojos.

No sé qué pasó, porque me sobrevino una nueva arcada. Enrique me sujetó mientras vaciaba mi casi vacío estómago entre los matorrales.

Cuando volví a mirar, Rolando estaba caído en el suelo. Era un cadáver en pleno proceso de putrefacción. Y yo grité, y grite, un grito áspero que no creí que mi garganta pudiera lanzar sin romperse como cartón; pero no sirvió de nada, la realidad no se transformaba en otra cosa.

Enterramos a Rolando en su propia tumba. Donde siempre debió estar, dijo Enrique. Le odié por ello.

Sé que él y Blanca están estudiando si denunciarme o no. No creo que lo hagan. Él me quiere, ella me compadece.

La verdad, no me importa.

No consigo quitarme de encima el olor a muerte...

2 comentarios:

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