Dolor inconsolable, de Ivan Nikolaevich Kramskoi, pintado en 1884.
Así me siento yo. Inconsolable. La verdad es que no tengo ganas de escribir. Pasan y pasan los días y no consigo ver más allá en mi futuro, me siento siempre envuelta en un intenso color negro.
Sé que los demás han relatado lo que sucedió en la batalla, cuando nos enfrentamos a un paisaje poblado de molinos blancos, entre los que se movían seres muy oscuros. Sé que describieron cómo eran ellos y quiénes éramos nosotros. Seguro que a nadie le sorprenderá saber que ni siquiera entonces me importaba si había gente en moto o en ala delta, o si llevaban espadas o lanzallamas. Y, ahora, no dejo de pensar que, quizá, si hubiese estado más atenta, si hubiese prestado más atención...
La guerra no me interesa ni me gusta. Pero las guerras raramente se eligen. Te caen encima.
De todo lo que allí pasó, en el fragor del combate, la conclusión que me queda es que soy idiota.
Idiota, lenta, estúpida...
Si hubiese actuado antes, si hubiese estado vigilando, respaldando a Rolando... Pero se me escapó, se me perdió entre la multitud que formaba el ejército humano. Estaba aturdida. Demasiada gente por todas partes, demasiadas voces, demasiadas emociones. Y además yo tenía la mente fija en Jon, me aterraba lo que pudiera pasarle. Amé mucho a Rolando, muchísimo, bien lo sabes a estas alturas, si has seguido leyéndome, pero nada se parece a lo que siento por mi hijo. La verdad, estando él allí, no creí que yo, precisamente yo, fuese a sobrevivir. Mientras contemplaba el campo de batalla, sintiendo en las mejillas esa brisa que olía a demonio y a mundo extraño, pensé que daría la vida por él, por Jon.
Sí que vi un rostro que me sobresaltó: un individuo de piel cetrina y ojos muy claros, que identifiqué como uno de los ayudantes más cercanos de Popov. ¿Otro saboteador?, me pregunté. Tras el que localicé yo, y el que interceptó Blanca, no me extrañó: esos fanáticos tienen gente actuando en todos los frentes. Además, recuerdo que veía un tridente rojo. Tres. Pese a no tener ya el Nuiz de Hidalgocinis, de pronto supe con toda seguridad que el grupo se componía de tres saboteadores.
Abrí la boca para avisar a Enrique, que estaba a mi lado, armado con una pistola y una espada, pero no me dio tiempo. Justo en ese momento, empezó la batalla.
Y luego, todo fue explosión y llama, sangre y gritos. Y muerte, mucha muerte. No sé cuándo se me acabaron las balas de la pistola, o cuándo perdí el apoyo, a mi espalda, de Enrique. Tengo recuerdos fugaces, inconexos: Rodrigo, gritando espada en ristre; Brau, temblando, respirando profundo; Hidalgocinis, sobre el caballo encabritado; Blanca, pálida y hermosa, dándonos ella sola esa oportunidad única que nos ha salvado...
El olor a pólvora, el sabor a pólvora...
Me recuerdo helada por dentro, furiosa por fuera, enfrentándome al monstruo intentaba acercarse al cráter en el que había caído Rolando. Es curioso, por más que lo intento, no consigo saber qué pasó antes. Dicen que Rolando fue luz y poder, que combatió bravamente y que la criatura lo lanzó lejos, a más de cien metros. Pero sólo recuerdo el boquete, y su cuerpo destrozado entre mis brazos. Me miró, juro que me miró, y sentí el intenso calor que emitía. Fue... como un sacudida. Debí seguir con él, debí besarle, pero el demonio ya estaba casi encima. Alcé a Steampunk y le disparé, una, dos, tres veces...
Quería matar al puto bicho. Joder, sigo queriendo matarlo, reventarlo, hacerlo saltar por los aires. Pero Steampunk se encasquilló. Maldita sea.
Me atormento pensando que fue justo en ese momento, justo en el instante en que falló el arma que me había regalado, cuando Rolando murió.
No puedo soportarlo. No podía entonces, no puedo ahora, aunque no hable apenas y me mantenga con los ojos secos. He aprendido, me contengo. Pero, entonces, gritaba y gritaba, llorando, y Jon quería sacarme de allí pero yo me aferraba al cuerpo roto de Rolando, a la tierra convulsionada, no podía permitirlo. Aún tenía esperanzas, aún me costaba creer que hubiese ocurrido lo inconcebible. Durante años, viví con la esperanza que me daba ese sentimiento que surgía de mi corazón, esa seguridad de que Rolando vivía. Seguía vivo en algún sitio, lo sabía, nos volveríamos a encontrar.
Ahora sé que ha muerto. Todo es vacío...
Jon me dejó inconsciente de un puñetazo. Luego me dijo que no sabía qué otra cosa hacer, para controlarme en mi histeria y alejarme del campo de batalla. Supongo que hizo bien. Yo ya no podía combatir, no servía para nada, estaba rota.
Estoy sentada en el Hummer, en un desesperado intento de sentirle cerca. Qué tontería. Sólo espero que me dejen enterrarlo. Algunos querían hacer unas pruebas o algo así, no sé, no me he negado porque sé que le tratarán con respeto. Quiero que descanse pero soy adulta y sé que, lo que era, ya no está. Tampoco importa, no van a encontrar nada. Aquel calor, cuando le abracé...
Tengo su Nuiz. Y sé que, a partir de ahora, me acompañará siempre, siempre, que convivirá con mi propio poder único. Es su regalo, es su legado. Espero ser digna de él. Espero haber aprendido mucho con la lección recibida, porque ha sido tremendamente dura.
Anochece. Intento simular calma, mientras contemplo las colinas cubiertas de sangre.
Dicen que hemos vencido.
Así me siento yo. Inconsolable. La verdad es que no tengo ganas de escribir. Pasan y pasan los días y no consigo ver más allá en mi futuro, me siento siempre envuelta en un intenso color negro.
Sé que los demás han relatado lo que sucedió en la batalla, cuando nos enfrentamos a un paisaje poblado de molinos blancos, entre los que se movían seres muy oscuros. Sé que describieron cómo eran ellos y quiénes éramos nosotros. Seguro que a nadie le sorprenderá saber que ni siquiera entonces me importaba si había gente en moto o en ala delta, o si llevaban espadas o lanzallamas. Y, ahora, no dejo de pensar que, quizá, si hubiese estado más atenta, si hubiese prestado más atención...
La guerra no me interesa ni me gusta. Pero las guerras raramente se eligen. Te caen encima.
De todo lo que allí pasó, en el fragor del combate, la conclusión que me queda es que soy idiota.
Idiota, lenta, estúpida...
Si hubiese actuado antes, si hubiese estado vigilando, respaldando a Rolando... Pero se me escapó, se me perdió entre la multitud que formaba el ejército humano. Estaba aturdida. Demasiada gente por todas partes, demasiadas voces, demasiadas emociones. Y además yo tenía la mente fija en Jon, me aterraba lo que pudiera pasarle. Amé mucho a Rolando, muchísimo, bien lo sabes a estas alturas, si has seguido leyéndome, pero nada se parece a lo que siento por mi hijo. La verdad, estando él allí, no creí que yo, precisamente yo, fuese a sobrevivir. Mientras contemplaba el campo de batalla, sintiendo en las mejillas esa brisa que olía a demonio y a mundo extraño, pensé que daría la vida por él, por Jon.
Sí que vi un rostro que me sobresaltó: un individuo de piel cetrina y ojos muy claros, que identifiqué como uno de los ayudantes más cercanos de Popov. ¿Otro saboteador?, me pregunté. Tras el que localicé yo, y el que interceptó Blanca, no me extrañó: esos fanáticos tienen gente actuando en todos los frentes. Además, recuerdo que veía un tridente rojo. Tres. Pese a no tener ya el Nuiz de Hidalgocinis, de pronto supe con toda seguridad que el grupo se componía de tres saboteadores.
Abrí la boca para avisar a Enrique, que estaba a mi lado, armado con una pistola y una espada, pero no me dio tiempo. Justo en ese momento, empezó la batalla.
Y luego, todo fue explosión y llama, sangre y gritos. Y muerte, mucha muerte. No sé cuándo se me acabaron las balas de la pistola, o cuándo perdí el apoyo, a mi espalda, de Enrique. Tengo recuerdos fugaces, inconexos: Rodrigo, gritando espada en ristre; Brau, temblando, respirando profundo; Hidalgocinis, sobre el caballo encabritado; Blanca, pálida y hermosa, dándonos ella sola esa oportunidad única que nos ha salvado...
El olor a pólvora, el sabor a pólvora...
Me recuerdo helada por dentro, furiosa por fuera, enfrentándome al monstruo intentaba acercarse al cráter en el que había caído Rolando. Es curioso, por más que lo intento, no consigo saber qué pasó antes. Dicen que Rolando fue luz y poder, que combatió bravamente y que la criatura lo lanzó lejos, a más de cien metros. Pero sólo recuerdo el boquete, y su cuerpo destrozado entre mis brazos. Me miró, juro que me miró, y sentí el intenso calor que emitía. Fue... como un sacudida. Debí seguir con él, debí besarle, pero el demonio ya estaba casi encima. Alcé a Steampunk y le disparé, una, dos, tres veces...
Quería matar al puto bicho. Joder, sigo queriendo matarlo, reventarlo, hacerlo saltar por los aires. Pero Steampunk se encasquilló. Maldita sea.
Me atormento pensando que fue justo en ese momento, justo en el instante en que falló el arma que me había regalado, cuando Rolando murió.
No puedo soportarlo. No podía entonces, no puedo ahora, aunque no hable apenas y me mantenga con los ojos secos. He aprendido, me contengo. Pero, entonces, gritaba y gritaba, llorando, y Jon quería sacarme de allí pero yo me aferraba al cuerpo roto de Rolando, a la tierra convulsionada, no podía permitirlo. Aún tenía esperanzas, aún me costaba creer que hubiese ocurrido lo inconcebible. Durante años, viví con la esperanza que me daba ese sentimiento que surgía de mi corazón, esa seguridad de que Rolando vivía. Seguía vivo en algún sitio, lo sabía, nos volveríamos a encontrar.
Ahora sé que ha muerto. Todo es vacío...
Jon me dejó inconsciente de un puñetazo. Luego me dijo que no sabía qué otra cosa hacer, para controlarme en mi histeria y alejarme del campo de batalla. Supongo que hizo bien. Yo ya no podía combatir, no servía para nada, estaba rota.
Estoy sentada en el Hummer, en un desesperado intento de sentirle cerca. Qué tontería. Sólo espero que me dejen enterrarlo. Algunos querían hacer unas pruebas o algo así, no sé, no me he negado porque sé que le tratarán con respeto. Quiero que descanse pero soy adulta y sé que, lo que era, ya no está. Tampoco importa, no van a encontrar nada. Aquel calor, cuando le abracé...
Tengo su Nuiz. Y sé que, a partir de ahora, me acompañará siempre, siempre, que convivirá con mi propio poder único. Es su regalo, es su legado. Espero ser digna de él. Espero haber aprendido mucho con la lección recibida, porque ha sido tremendamente dura.
Anochece. Intento simular calma, mientras contemplo las colinas cubiertas de sangre.
Dicen que hemos vencido.
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