domingo, 26 de junio de 2011

Domingo Negro en Villa A

Está difícil encontrar imágenes adecuadas para monstruos. Menos mal que puedo ir tirando de viejas portadas de revista, como esta. En el número 16 de la Avon Fantasy Reader, de 1951, titulada The Black Kiss, por un cuento de Robert Bloch, venía un bicho negro y una rubia. Más que suficiente, para la historia que debo contar hoy.

Nos hemos despertado de madrugada, sobre las cinco, por un grito estremecedor, de mujer. Rolando y yo hemos saltado de un brinco de la cama, menudo susto, aunque yo me he quedado ahí parada, aturdida, sin saber qué hacer, mientras él buscaba rápidamente en su equipaje. Lo tenía todo preparado, porque se iba a las siete. Por lo que me dijo, se había demorado más de lo conveniente, no podía retrasar más su marcha. No quiso decirme qué iba a hacer, aunque supongo que tendrá algo que ver con los ejércitos y los ataques de los que me habló, o con el centro de comunicaciones...

Ha sacado la espada de la bolsa y se ha dirigido a la puerta. Eso me ha hecho reaccionar; no quería quedarme allí sola, con el susto que tenía encima. He cogido la bata de camino, porque no era cosa de salir como la rubia de la imagen, y le he seguido. Él se ha dirigido hacia la planta baja, pero yo he pasado por las habitaciones de Jon y Beatriz. Esto me ha servido para descubrir que no, que Rosa María no comparte dormitorio con Beatriz, como yo había organizado. Estaba en la cama con Jon. Y mi querido Jon no se ha impresionado ni pizca con la mirada que le he lanzado.

- ¿Qué pasa? - se ha limitado a preguntar. ¿Bueno, qué podía hacer? No era cosa de empezar a reñirle tontamente. Si el mundo se va a llenar de demonios y va a llegar un Rey que se nos va a merendar a todos, lo normal es que mi hijo disfrute de cada momento. Y el sexo es una de las mejores diversiones de la vida.

- No lo sé. Quedaos ahí. O, mejor, coged a Beatriz y meteos todos en la habitación de tus abuelos - iba a irme, pero se me ocurrió añadir algo más: - Búscate algún objeto contundente, Jon, y si se acerca cualquier cosa amenazadora, pégale hasta que te duela el brazo.

No me quedé a escuchar una respuesta, me dirigí corriendo a la planta baja. Rolando, Enrique y el doctor Contreras estaban en el centro del salón, mirando, buscando, como si esperasen ver aparecer algo en cualquier momento. El doctor tenía su escopeta y Enrique sujetaba la escoba con decisión; no sé por qué, me pareció que ambos resultaban igualmente mortíferos en nuestras circunstancias. O sea, nada.

- ¿Qué pasa? - pregunté. Rolando parecía estar concentrándose. Fue Enrique el que me contestó.

- ¡Vete, Rebeca! ¡O ven aquí, con todos, apártate de la pared!

- Da igual, la pared, el suelo... - gruñó Contreras, mientras me colocaba a su lado - La cosa esa se mueve por todos lados.

- Tiene a Annetta... - Enrique apretaba tanto las manos en el palo de la escoba que tenía los dedos blancos - Fue a por un vaso de agua y esa maldita cosa la ha cogido...

Como para reafirmar sus palabras, algo pasó de pronto por la pared. Aunque la zona quedaba en penumbra y apenas se distinguían los detalles, comprobé que era la cosa que vimos en el pueblo, aquella especie de gusano oscuro que se movía por la tierra como si nadase, veloz como un delfín.

Ahora había algo más, arrastraba algo consigo, una forma que se agitaba penosamente, con una tonalidad dorada.

Se oyó un grito desgarrador.

Annetta...

El doctor Contreras disparó, pero lo único que consiguió fue hacer un enorme agujero en la pared.

- Mierda de bicho - iba a recargar, pero Enrique le sujetó el cañón de la escopeta con una mano.

- ¡No! ¡Puede darle a Annetta! - miró a Rolando - ¿No vas a hacer nada?

Rolando tenía los ojos cerrados. Inspiró profundamente y movió las manos, como tentando a la criatura con la espada, aunque el bicho ya no estaba allí y la espada no parecía más amenazadora que un segundo antes. Algo debió ocurrir, o mejor dicho, algo había esperado que sucediera y no sucedió, porque su expresión derivó del desconcierto al pánico absoluto en breves segundos.

- ¿Qué pasa? - le pregunté. Rolando agitó la cabeza y lo intentó de nuevo, fuera lo que fuese. Nada. Annetta volvió a gritar, en las sombras, en las esquinas de la habitación. Apenas fui consciente de que Enrique golpeaba el papel pintado con la escoba. El doctor Contreras decidió imitarle, usando la escopeta como una especie de bate - ¿Qué ocurre?

- Esto es... - empezó Rolando. Y, de pronto, se quedó muy quieto y giró el rostro hacia mí. Me echó una mirada terrible - Rebeca...

- ¿Qué...? - no pude terminar la pregunta, tampoco importó, total, sólo iba a repetirme. Rolando alzó una mano en mi dirección, hizo un gesto y de pronto sentí que algo tiraba bestialmente de mí, como si fuese la marioneta de un guiñol. Juraría que hasta me elevé en el aire, incapaz de resistirme. Lejanamente, oí los gritos de Enrique superponiéndose a los de Annetta, y un dolor terrible sacudió mi cráneo...

Lo siguiente que recuerdo es estar en el suelo, recuperándome del desmayo. Sentía humedad en la boca y supe de inmediato que sangraba por la nariz. Enrique estaba a mi lado, intentando ayudarme, Contreras seguía persiguiendo lo que fuera, golpeando con la escopeta, y Rolando volvía a estar concentrado, con los ojos cerrados. También él estaba sangrando por la nariz.

Esta vez, cuando agitó las manos, la espada vibró y se iluminó en un azul intenso.

- ¡Ha salido fuera! - gritó entonces Contreras. Rolando pegó un salto y atravesó la ventana, destrozando el cristal.

- ¡Rebeca! - me decía Enrique. Conseguí sentarme, aunque todo daba vueltas - ¿Estás bien?

- Sí... - mentí como pude. Supongo que no terminaron de creerme. Me acomodaron en el sofá y me consiguieron un vaso de agua. No sé por qué, yo no lo pedí, ni tenía ganas de beber. Me limité a sostenerlo, temblorosa, aturdida, mientras les escuchaba hablar en susurros cortos y precipitados. Comentaron entre ellos si salir o no, pero Rolando regresó antes de que terminaran de decidirse.

- ¿Qué ha pasado? - preguntó Enrique - ¿Dónde está Annetta?

Rolando agitó la cabeza, contrariado.

- Se la ha llevado.

- ¿Adónde?

- Joder, Enrique. Te lo puedes imaginar - la tensión subió varios grados. Enrique apretó los labios y se recostó en el sofá, como incapaz de soportar un peso terrible. Rolando me miró - ¿Estás bien? - asentí, algo más segura - Bien, primero quiero hablar con los tres - esperó a estar seguro de tener nuestra atención y señaló la ventana - Eso, era un Edterran. Parecen larvas negras, con cuatro brazos, y no tienen boca. Han entrado por pequeñas grietas en cementerios, como la que encontraste tú, Reb. Pueden fundirse con la mayor parte de los materiales, como la tierra, el asfalto, o con el cemento de las paredes, y se desplazan por ellos a buena velocidad, como habéis visto. Su objetivo es arrastrar gente al infierno para que sean allí sacrificados a sus Amos...

- No estás hablando en serio - susurró Enrique, mirándole con ojos vidriosos - Nada de esto puede ser real...

- Esos Amos, son demasiado poderosos para entrar por las grietas - Rolando continuó, impasible - Digamos que, a mayor poder, hay mayores limitaciones para cruzar. Pero, con cierto número de sacrificios, podrían hacerlo. Eso buscan. Abrir un paso a su Amo.

- Bien. ¿Cómo podemos enfrentarnos a ellos? - preguntó Contreras. Como científico, era más práctico - ¿Y puede haber más?

- No, no por aquí. Por lo que sé, han aparecido saliendo de cementerios de todo el mundo, pero no encontraréis más en esta zona. Son solitarios, funcionan de forma independiente. Las armas de fuego resultan inútiles - hizo un gesto hacia la escopeta de Contreras - Ya habéis visto que las balas les atraviesan sin mayor daño. El único modo de acabar con ellos es cortarlos por la mitad, seccionarles la cabeza o exponerlos al sol, que los deseca y casi paraliza. Luego, un simple baño de agua los disuelve como terrones de azúcar. El fuego les puede hacer daño pero no matarlos. En conclusión: buscaos unas buenas espadas - tras pensarlo un segundo, lanzó la suya a Enrique, que la cogió al vuelo - Son vuestra mejor oportunidad de sobrevivir. Vais a estar solos hasta que pueda mandaros algo de ayuda.

- No puedes irte. No ahora... - susurré. Él agitó la cabeza.

- Tengo que hacerlo. Si pudiera, me quedaría. Lo sabes.

- Dios mío, Annetta... Dios mío... - sollozó Enrique. La expresión de Rolando pareció ablandarse un tanto.

- Se llevan a sus víctimas por las mismas grietas por las que han entrado. Envié a Vito a conseguir explosivos suficientes para volar el cementerio, yo iba a terminar de bloquearlo con algo de magia, pero tengo que irme, lo siento, no puedo demorar más mi partida. No sé si a Vito lo habrán matado en Bilbao o qué, no contesta. Intentaré localizar su móvil, si lo consigo os enviaré las coordenadas, para que echéis un vistazo. Algunos satélites todavía funcionan, seguro que podéis usar un GPS. Y estad muy atentos, porque cualquier error puede ser... algo definitivo - nos miró a los tres, alternativamente - ¿Está todo claro?

- Tanto como podría estarlo - aceptó Contreras.

- Bien. Entonces, ven, Reb. ¿Puedes andar? - asentí - Perfecto, vamos. Tengo que hablar contigo.

- ¿Qué le has hecho? - preguntó Enrique - Casi la matas.

Rolando le miró de través, pero no contestó. Se dirigió a buen paso hasta nuestro dormitorio, sin esperarme; ni siquiera se detuvo a ayudarme a caminar, pese a que me tambaleé al ponerme en pie. Enrique masculló un insulto y se ofreció a llevarme en brazos, pero le dije que no era necesario.

Cuando entré en la habitación, Rolando estaba acabando de vestirse. Me llevé un susto al verme en el espejo. Estaba muy pálida y manchada de sangre. Había sangrado por la nariz, pero esta vez también por los oídos y los ojos. Tenía largas líneas, como lágrimas de sangre seca, que surgían de mis lacrimales y cruzaban las mejillas.

- Siéntate - me dijo Rolando, con amabilidad, señalándome los pies de la cama. Fue al baño y me trajo una toalla húmeda. Pensé que iba a limpiarme la cara, pero se limitó a tendérmela - Imagino que te sientes como si te hubiesen dado un mazazo desde el interior de la cabeza. Lo siento. Tuve que hacerlo. Te pido disculpas por eso y por haberme confundido de pleno a la hora de evaluar tu Nuiz.

- ¿Confundido?

- Sí - asintió - Soy un imbécil, Reb. Te hice las pruebas y comprobé que tenías un Nuiz idéntico al mío. Exactamente igual. Eso, me sorprendió. Estadísticamente era algo... fuera de lo común, por completo improbable, pero lo dejé estar. Supongo que me sentía tan... sorprendido por el hecho de que Beatriz y tú tuvierais Nuiz y Jon no, que no comprendí realmente qué pasaba - se acuclilló ante mí, y me miró - Para abreviar y que me entiendas: no tienes un Nuiz idéntico al mío. Tenías mi Nuiz.

- ¿Tu Nuiz? - tardé unos segundos en asumir qué quería decir - ¿Quieres decir que soy una especie de... no sé, vampiro?

- Sí, algo así. Eso lo explicaría bastante bien. Es una habilidad bastante rara, por lo que sé. En esos casos, la duración del traspaso depende del azar o de la capacidad del sujeto. Puedes tener el Nuiz de otro desde unas milésimas de segundo hasta varios días - se encogió de hombros - Depende. En este caso, te apoderaste de mi Nuiz y por eso dabas muestras de generar energía. Y he tenido que... recuperarlo por las bravas.

- Podías haberme dicho qué pasaba. Ha sido... terrible.

- Lo sé. Lo siento. No había tiempo, y tú no sabes cómo liberarlo, cómo devolverlo. No tienes ni idea, si es que dispones de esa capacidad. Lo siento muchísimo, sé que ha sido un ataque brutal- fui a acariciar su mejilla, para decirle que no importaba, que lo entendía, pero se apartó bruscamente - No. No me toques, Rebeca. No estoy seguro pero creo que, al menos de momento, actúas básicamente por contacto, y no sobrevivirías a una segunda recuperación. Y yo no puedo irme sin mi Nuiz - sentí una oleada de amargura, extendiéndose por mi interior. Estaba claro. Más me valía no ponerle entre la espada y la pared, porque si tenía que elegir entre el mundo y yo, Rolando no dudaría en el camino a tomar - Ni puedo permitirme el lujo de andar perdiéndolo, en ningún momento, y menos ahora, estando en guerra. Espero que lo entiendas.

- No estoy segura... - le miré, titubeando, aunque la amargura empezaba a convertirse en alarma - ¿Qué debo entender?

- Rebeca, visto lo visto, lo mejor es que no vuelva por aquí, al menos de momento. Enviaré a alguien que pueda entrenarte, alguien de confianza. Esperemos que puedas llegar a controlar tu Nuiz. Depende de eso que podamos volver a vernos algún día o no.

- No puedes hablar en serio.

- Ya lo creo que sí - durante un par de segundos, guardamos silencio. Él suspiró - Y no hablarás de esto con nadie. ¿Me has entendido? Con nadie, Reb. No te imaginas lo que se podría hacer con ese poder que tienes, pero conozco gente que saltaría de gozo de saber que existes y no tendría problemas en sacrificarte para obtener una ventaja clara en este conflicto. Yo también debería considerarlo así, pero... no puedo. Hasta yo tengo ciertos límites, supongo - dudó y se frotó el entrecejo - Claro que... a saber. Llegado el momento, quizá tenga que tomar decisiones que no me gustan. No sería la primera vez.

- No digas tonterías. Nunca nos harías daño, ni a los niños ni a mí.

- Intentaré protegeros, siempre. Pero esto es una guerra, amor mío. Nos movemos entre males, intentando elegir siempre el mal menor, como mejor alternativa. Y uno nunca sabe cuando se va a presentar una decisión difícil.

- Julián...

- No. No juegues más a eso, ni te equivoques. Julián murió en un bosque, hace muchos años. Yo soy Rolando. Tengo mucho de él, cierto, pero también tengo una misión Y haré lo que tenga que hacer.

Pocos minutos después, cargado con sus bolsas, abandonó la casa, sin un beso de despedida, sin mirar atrás. Me quedé en el umbral mucho rato, hasta sentir una presencia a mi lado.

Era Enrique. Seguía sosteniendo la espada.

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