lunes, 20 de junio de 2011

Lunes de Incertidumbre

Los cuadros de Caspar David Friedrich siempre resultan impresionantes. Este es su Monastery Graveyard In The Snow, aunque seguramente algún día pondré algún otro.

Desde el viernes, el centro de todos mis pensamientos es el cementerio. Y es que Diego no ha vuelto y Rolando no responde al móvil. No creo que sea una revancha infantil, no sería propio de él, así que me tiene tremendamente preocupada. Los únicos con los que me atreví a hablar de ello fue con Vito y con Enrique. Vito me aseguró que intentaría ponerse en contacto con Rolando, usando otros medios, a saber a qué se refería. Magia, quizá. ¡Hay que ver, yo que soy una incrédula total bajo la luz del sol, plantearme siquiera semejantes cosas! Pero es que, una ya no sabe qué pensar...

Para más inri, la información que me llega por internet no puede ser más desalentadora. Da la impresión de que el mundo entero está cayendo en barrena hacia el caos más absoluto. ¿No hay gobierno, dice Andy en su blog? Se encuentra con NoFaustino, del Verdaderódromo. Me ha alegrado saber de ellos, andan por ahí, perdidos, pero vivos, gracias a Dios. Eso sí, han estado a punto de perder a la pequeña Claudia por el ataque de algo que llaman lamia y que pudiera ser lo mismo que atacó a Blanca Cueto y su grupo, o que sobrevoló a Pilar sin verla...

No sé qué haría si algo así atacara de tal manera a mis hijos. Sí, incluso a Beatriz.... Pff, sólo pensarlo me vuelvo loba, te juro. Pero, claro, recuerdo lo que le ha pasado a Blanca Cueto en su expedición, menuda aventura.

¿Y qué se puede hacer contra algo que te come la cabeza de un mordisco y se dedica a jugar con tu cadáver como un gato con un ratón? Yo, de tocar el violín, como hizo Andy, no tengo ni idea. El piano lo aporreaba de cría, pero sospecho que, más que calmarlos, mi música los arrastraría hacia una furia berserker completa...

En fin. De momento, tenemos internet y teléfono, pero no siempre hay línea y me pregunto cuánto durará la electricidad si esas cosas que cuentan son ciertas.

Ayer convencí a Enrique para que me acompañase hasta el pueblo más cercano, más que nada porque necesitaba... no sé, cerciorarme de que el mundo que queda más allá de las tierras de nuestra casa, sigue existiendo. Quería ver otros rostros y si eran rostros cordiales, metidos en la rutina diaria de siempre, mejor. Algo que me diera esperanza y me hiciera pensar, como la luz, que los monstruos de la noche no existen realmente, que son todo imaginaciones mías. Enrique aceptó de inmediato. Me dio la impresión de que quería hablar conmigo, quizá intentar un acercamiento al estar a solas. Otra vez será, porque Annetta se nos apuntó por la cara. Anda celosa, seguro.

Conste que ya no me cae tan mal. Es simpática y parece buena chica, con sus más y sus menos. Eso sí, también es testaruda como pocas, y más en lo que atañe a su indumentaria. Tiene muy claro qué quiere ponerse y qué no se pondría nunca. Vamos, de esas que afirman "más vale muerta que sencilla". Ayer mismo, mira que íbamos al pueblo, que aunque tenga calles y accesos asfaltados, también tiene más verde que piedra en el suelo, pero no conseguí que se pusiera unos zapatos cómodos. Allá que se vino con taconazos. Eso sí, hay que admitir que sabe caminar con ellos, en cualquier terreno.

El pueblo más cercano a nuestros terrenos es una pequeña aldea de apenas cuatro casas de piedra cubiertas de verdín, muy antiguas, o eso parece. Un lugar que, hasta ayer, siempre me había parecido encantador, como sacado de una postal. Una visión bucólica del pasado, si ignoras la parte asfaltada, claro, que mi tierra es una tierra antigua pero que gusta de las comodidades modernas. Además, lo de bucólico refiriéndose al pasado, es relativo. Por dentro, aunque algunas casas están ya totalmente reformadas, acondicionadas con todas las comodidades, por lo del agro-turismo, un par de ellas siguen estando como en tiempos de Maricastaña, y son sitios húmedos y oscuros, en los que no apetece demasiado estar mucho tiempo.

No hay iglesia. Tiene una ermita diminuta cerca, perdida en el bosque que se alza en la ladera de la colina, pero no sé si sigue siendo terreno sagrado y todo eso, porque las misas las dan en el siguiente pueblo, que está a escasos tres kilómetros. Sus edificios principales son el bar, que también es la tienda local, y una casa más grande, bastante fea pero evidentemente regia que, según nos informaron desde el primer día, es el palacete de la familia que posee más tierras en los alrededores. Los ricos del lugar, vaya. Creo que será mejor omitir también su nombre, o llamarlos Otxoa, para contemporizar. Por lo que nos contó Patxi, el dueño del bar, viven en la ciudad pero van allí a pasar los veranos.

El caso es que, encontramos el pueblo vacío. Pero vacío, vacío, de una forma que no era normal. Vamos, que no se trataba de que estuviesen todos de romería, en procesión hacia el río, no. La televisión del bar estaba encendida y una de sus mesas estaba caída de lado, con los trozos de platos, comida y algún vaso desperdigados por el suelo. Al otro lado de la barra, la cafetera quemaba, debía llevar muchas horas encendida, y la puerta a la cocina oscilaba con un crujido aterrador. No había nadie tampoco allí, ni en el piso de arriba.

Casi todas las casas tenían las puertas abiertas y había bolsas, zapatos, ropas, desperdigados por el suelo... No sé cómo describirlo, más que compararlo con lo que queda tras una espantada, una huida impulsada por el puro pánico, en una guerra o una hecatombe del estilo. Es lo único que se acerca un poco.

Enrique bajó del coche, nos dijo que esperásemos allí, y estuvo entrando y saliendo de casas, con mucha precaución, armado con su pistola, pero no encontró a nadie. Nosotras también descendimos, pero no nos movimos de la plaza. Ni Annetta ni yo dijimos nada, ni siquiera nos miramos, pero ambas éramos conscientes del miedo que sentía la otra. Resultaba todo tan... inquietante.

Llevábamos esperando unos cinco minutos cuando oímos el sonido de un motor. Un todoterreno se acercó a toda velocidad, con dos hombres. Uno de ellos se asomó, alzándose hasta casi estar de pie. Le reconocí, era Contreras, el médico de la zona, tenía la consulta en el siguiente pueblo. Tuve que visitarle uno de los primeros días tras nuestra llegada allí, por encargo de Rolando, cuando estábamos instalándonos en la casa. Aquella vez me recibió muy amablemente y me dio un equipo de primeros auxilios muy completo, además de distintos antibióticos y material médico diverso. Vamos, casi para poner una clínica de campaña, supongo que Rolando quiso asegurarse de que teníamos de todo por si acaso. El médico parecía conocerle bastante bien.

Entonces me pareció un hombre simpático, casi un abuelo inofensivo.

Ayer, llevaba una escopeta.

- ¿Qué hacen ahí? - nos gritó - ¡Vuelvan al coche de inmediato, váyanse!

- ¿Pero qué...? - empecé, aunque no llegué a terminar la pregunta. Por el rabillo del ojo vi... algo, una forma oscura, alargada, que se deslizaba... ¿Cómo decirlo? Sumergido en el terreno pedregoso, supongo. Era como si estuviese nadando, cruzando lo mismo piedra, hierba y asfalto, como si fueran agua, a buena velocidad y con sorprendente gracia.

Annetta también la vio, gritó, y se agarró a mi brazo, clavándome las uñas. Joder, qué daño me hizo.

El conductor del todoterreno arrancó y viró bruscamente, tanto, que el médico estuvo a punto de caer. Sujetándose como pudo, disparó a la cosa que les seguía, y hasta consiguió acertar, pero las balas lo atravesaron limpiamente, como si nada. Siguió un poco al todoterreno pero luego se detuvo. Supongo que consideró tontería esforzarse por pillar algo cuando tenía alpiste más cómodo, cerca.

Entre ondas imposibles, en una cadencia perfecta, la criatura giró sobre la tierra, nos observó, y enfiló hacia nosotras. No te imaginas cómo gritamos. O quizá sí. Quizá ya te han pasado cosas muy semejantes...

Estábamos junto al coche de Enrique, así que nos subimos de un salto, yo en el asiento del piloto. Recuerdo haber dado gracias al ver que las llaves estaban puestas, pero lo veía todo... no sé, a otra velocidad, desde otra dimensión, muy lejos. Me sentí torpe, me costaba reaccionar en la realidad, que iba a otro ritmo. Me temblaba muchísimo la mano.

Vimos llegar a Enrique, precipitándose a la plaza a toda velocidad desde la callejuela de la casona de los Otxoa; seguramente le habían alarmado el disparo de la escopeta y nuestros chillidos. Nosotras volvimos a gritarle, llamándole para que se diese prisa, enloquecidas. Creo que no llegó a ver la cosa que se deslizaba por el suelo de piedra de la plaza, pero se alarmó al vernos así y corrió lo más rápido que pudo hacia el coche. Como Annetta estaba en el asiento del copiloto, él se lanzó hacia el trasero. Arranqué según se agarró, medio arrastrándolo unos cuantos metros, menos mal que está en forma y consiguió impulsarse dentro.

Volvimos a casa, aterrados, y le contamos lo ocurrido a Vito. Puso muy mala cara.

- ¿Diego...? - atiné a preguntar. Él ahogó una maldición.

- Olvídese, señora. A estas alturas, Diego está en el puto infierno.

Una frase que en otras circunstancias hubiese considerado pura retórica, pero que... En fin, me dio miedo indagar. Intercambié una mirada con Enrique. Tampoco él se atrevió a pronunciar palabra.

Seguía sin haber noticias de Rolando. Todavía no sabemos nada.

Esta tarde quizá nos acerquemos hasta el siguiente pueblo, a ver.

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