La jeune sorcière, de Antoine Wiertz, pintado en 1857. Esta imagen en concreto no es la original, ha sido retocada digitalmente por Jan Arkesteijn. Que conste, puesto que ha hecho un estupendo trabajo y lo ha aportado a la Wikimedia para disfrute de todos.
Hubiese escrito antes, pero no he podido. Aún me duele la cabeza, Rolando dice que no debería haberme levantado, que un par de días en cama es lo recomendable en mi situación. Pero siempre he sido inquieta, no me gusta estar sin hacer nada, ni siquiera en mis peores momentos depresivos o cuando he estado físicamente enferma. Además, tengo demasiadas cosas que contar.
Ayer, pese a mis protestas, Rolando se salió con la suya y organizó la prueba del Nuiz para Jon. Eso sí, para entonces habíamos acordado que, aunque se revelase el poder más increíble en nuestro hijo, sería Jon, y sólo Jon, quien decidiera si se iba a salvar el mundo o se quedaba en casa, donde debía estar.
Lo admito, hice trampa, simulando aceptar eso. Más que nada por dejar de discutir, ya que quizá ni fuese necesario. Pero, joder, es que sólo es un crío. Tendría que estar estudiando, divirtiéndose y disfrutando de la vida, en vez de unirse a grupos raros, luchando en primera línea contra esas criaturas.
Mientras seguía a Rolando por casa, buscando el sitio adecuado para la prueba, yo no dejaba de darle vueltas a posibles alternativas, para el caso de que el asunto saliese mal. Me daba igual todo, incluso la opinión de Jon: no iba a dejar que se lo llevase.
Rolando eligió para el experimento una salita pequeña, que debía servir de cuarto de costura. en otros tiempos Estaba amueblado con una mesa camilla, varias sillas y un par de armarios llenos de ropas de los anteriores propietarios. Junto a la pared también había una máquina de coser, de las antiguas, de esas incrustadas en la propia mesa, con un gran pedal en la base, para ir dando el vaivén.
- Perfecto. Trae a Jon - me dijo Rolando. Bajó la persiana y se dirigió a la puerta, tomando el pasillo hacia nuestro dormitorio - Yo voy a buscar lo necesario.
Lo necesario. Miedo me dio, recordando que lo más habitual que he visto entre sus manos son armas a cual más mortífera. Pero, como digo, no tenía mucho sentido seguir discutiendo. Decidí que más tarde, cuando viera los útiles del dichoso experimento, decidiría qué hacer. Si cortaban demasiado, o eran explosivos, Rolando iba a descubrir que, en definitiva, lo más peligroso con lo que podía enfrentarse, no era un Monoi, sino una madre.
Cuando llevaba a Jon hacia allí, me crucé en el pasillo con Enrique y Anneta. Pensé comentarles que empezaran a cenar sin nosotros si veían que se hacía tarde, pero Enrique apartó la vista y se alejó bruscamente, desapareciendo por la puerta de la cocina como una exhalación. Annetta se echó a reír.
- Es que erres muy rruidosa follando, corrazón, y anda enfadado - me soltó, antes de seguirle. Yo me quedé pasmada. Vaya verbos que ha ido a aprender la nórdica. Aunque, claro, supongo que otros como bordar o rezar, no le resultan tan útiles en su vida cotidiana. Quise creer que Jon no lo había oído, pero cuando le miré de reojo perdí toda esperanza.
- ¿Se puede saber qué lío tienes tú con Enrique? - me preguntó - A ver si te crees que no le recuerdo, que no sé que es el tipo que te metía mano en el coche.
- ¡No me metía mano! ¿Pero qué dices, Jon? ¡Me puso una mano en la rodilla, nada más!
- Sí, venga ya. Mira qué bien lo recuerdas - me ruboricé, pillada en falta - Sabes que tengo razón. Se le veían en la cara las intenciones. Y se le ven ahora. Flipé, cuando me enteré que venía a vivir con nosotros, pero como se trajo a Annetta pensé que... bueno, que nada. Además, estamos Beatriz y yo, y Rolando a ratos. Pero esto... ¿Se puede saber por qué le invitaste? - como no le contesté, bufó y continuó camino - Joder, Reb, las madres de mis amigos se comportan de otro modo. Tienen sus rollos a escondidas, si es que los tienen.
- Mira qué bien - repliqué, molesta - Pero yo no te eduqué para ser hipócrita ni rastrero, no entiendo cómo puede parecerte mejor hacer eso. Y te he dicho mil veces que no me llames Reb, que me llames mamá o, como mucho, queridísima mamá. Soy tu madre, no tu amiga. A ver qué te has pensado. No quiero ser tu amiga - le di un ligero empujón, jugando, para quitarle hierro al momento - Ni siquiera me caes bien.
Él se echó a reír, pero dejó de hacerlo cuando vimos a Rolando en el umbral de la salita. Estaba muy serio. Le hizo pasar, con un gesto, y se interpuso en mi camino cuando intenté seguirle.
- Mejor espera fuera - me dijo, con un tono que me llenó de inquietud. Yo... no sé, es el padre de Jon, me consta que para él saber que tiene un hijo ha supuesto lo más grande, lo mejor de toda su vida. Jamás le haría daño, ni directa ni indirectamente. Pero yo soy su madre y no iba a dejarlo solo en una situación así.
- No. Ni hablar. Yo también entro. No es negociable, Julián - le dije, cortando de raíz lo que iba a decir , y usando su nombre auténtico, para recordarle tantas, tantas cosas... - Yo le llevé dentro y estuve con él cuando le salió el primer diente, cuando empezó a plantearse preguntas realmente interesantes y cuando la primera chica le rompió el corazón. Le enseñé a vestirse, a comer, a relacionarse, a dibujar el ocho, que siempre le salía torcido. Puede parecer muy adulto, pero todavía es un niño, mi niño, y voy a estar ahí cuando sepa si tiene Nuiz o no lo tiene. Por favor, apártate.
Rolando se lo pensó todavía unos segundos, pero ambos sabíamos que yo había ganado esa confrontación. Apretó los labios, ahogando un juramento, y se hizo a un lado. Cuando entré, cerró la puerta. Estábamos los tres solos.
Sobre la mesa camilla había puesto lo que parecía una base circular, metálica, de diseño muy simple. Pensé que le faltaba la cafetera encima, la verdad, no resultaba muy impresionante. En su centro había una bolita plateada. Y, cerca, una caja de pañuelos de papel.
No sé qué me preocupó más...
- Siéntate, Jon - pidió Rolando. Jon obedeció. Intentaba parecer tranquilo, pero fracasaba por completo - Ahora, escúchame con atención, voy a activar este objeto...
- ¿Qué es? - pregunté yo. Rolando me miró mal. Dijo algo que sonó como un crujido ruso, o algo semejante.
- Pero, como va a ser costoso que aprendáis a pronunciarlo, lo mejor es que le llamemos, simplemente, "Detector" - añadió - Y tú, Rebeca, mantén la boca cerrada. Estás de observadora, no interrumpas - cuando se hubo asegurado de que me había quedado muy clara la reprimenda, siguió con lo suyo, dirigiéndose a Jon - Voy a activar este objeto. Tú, no tienes que hacer nada, sólo relájate. ¿De acuerdo? - Jon asintió - Bien. Vamos allá.
Rolando cerró los ojos, inspiró profundamente, y tocó con la punta de un dedo el objeto metálico. Hubo un destello y la bolita empezó a moverse, girando, girando, abriéndose en una espiral cada vez más amplia, hasta abarcar las dimensiones de la base. Entonces, empezó a elevarse en el aire, girando, girando, arriba y abajo, dibujando un cilindro imaginario... El movimiento, cada vez más acelerado, empezó a emitir un zumbido desagradable que se agudizaba por momentos, algo que parecía... no sé, alterar la sangre en las venas, revolucionarla de alguna forma.
Jon no apartaba los ojos de la bolita y Rolando no apartaba los ojos de Jon. Me hubiese gustado poder hacerles una foto, para que tuviesen un recuerdo de padre e hijo dedicados a sus entretenimientos cotidianos. Casi ni parecían respirar. Eran como dos estatuas para las que nada más existía, nada era real, nada estaba aquí, excepto la bolita y ese zumbido exasperante.
Nada más, no pasaba nada más... y llegué a creer que no pasaría, pero entonces vi el hilo de sangre que se deslizaba desde la nariz de Rolando.
Ahora sé que para él era algo a esperar en esa situación, pero entonces me asusté. No se me ocurrió que, si iba a detectar el Nuiz de alguien, también el suyo sería detectado. Sin apartar los ojos de Jon, Rolando alargó la mano, cogió un pañuelo de papel, y se tapó la nariz. Jon le miró, sorprendido y con un inicio de decepción. A él, no le pasaba nada.
Yo quería hablar, preguntar algo, pero ese zumbido estaba a punto de volverme loca.
Entonces, se oyó un chillido espantoso, terrible. Tardé apenas un segundo en reconocer la voz de mi hija, Beatriz, y otro en localizar el origen: uno de los grandes armarios roperos que había en la habitación. Rolando había sido más rápido, y antes de que me diera tiempo a moverme, él ya estaba allí y había abierto la puerta. Sacó en volandas a Beatriz, aterrada, hecha un mar de lágrimas, dando gritos.
Estaba sangrando profusamente por la nariz.
- Oh, Dios mío... - logré murmurar, pese al mareo que me provocaba el dichoso zumbido. Eché a correr hacia ella y la abracé. Creo que nunca me había sentido tan... no sé, tan cerca de Beatriz. Quizá se ha roto alguna barrera, algo, al verla realmente en peligro, al asustarme temiendo perderla, pero ahora la siento distinta. Es mi hija, y moriría por ella.
Beatriz lloraba. Rolando volvió a la mesa, tocó la base metálica del aparato impronunciable ruso y la bolita cayó a plomo, rebotó y se perdió en el suelo. Estuve a punto de llorar de puro alivio cuando el zumbido terminó por completo.
Jon se puso lentamente en pie. Parecía tan triste...
- No tengo Nuiz - dijo. Rolando no le llevó la contraria. Se limitó a mirarle, evidentemente contrariado - Pero Beatriz sí. Y Rebeca.
- ¿Qué? - pregunté aturdida. Rolando se acuclilló ante mí. Adelantó una mano, y la pasó por mi nariz. La retiró manchada de sangre.
- Ay, Reb... - le oí murmurar - Y, ahora, ¿qué vamos a hacer?
Le puse fácil la respuesta. Me desmayé.
Lo admito, hice trampa, simulando aceptar eso. Más que nada por dejar de discutir, ya que quizá ni fuese necesario. Pero, joder, es que sólo es un crío. Tendría que estar estudiando, divirtiéndose y disfrutando de la vida, en vez de unirse a grupos raros, luchando en primera línea contra esas criaturas.
Mientras seguía a Rolando por casa, buscando el sitio adecuado para la prueba, yo no dejaba de darle vueltas a posibles alternativas, para el caso de que el asunto saliese mal. Me daba igual todo, incluso la opinión de Jon: no iba a dejar que se lo llevase.
Rolando eligió para el experimento una salita pequeña, que debía servir de cuarto de costura. en otros tiempos Estaba amueblado con una mesa camilla, varias sillas y un par de armarios llenos de ropas de los anteriores propietarios. Junto a la pared también había una máquina de coser, de las antiguas, de esas incrustadas en la propia mesa, con un gran pedal en la base, para ir dando el vaivén.
- Perfecto. Trae a Jon - me dijo Rolando. Bajó la persiana y se dirigió a la puerta, tomando el pasillo hacia nuestro dormitorio - Yo voy a buscar lo necesario.
Lo necesario. Miedo me dio, recordando que lo más habitual que he visto entre sus manos son armas a cual más mortífera. Pero, como digo, no tenía mucho sentido seguir discutiendo. Decidí que más tarde, cuando viera los útiles del dichoso experimento, decidiría qué hacer. Si cortaban demasiado, o eran explosivos, Rolando iba a descubrir que, en definitiva, lo más peligroso con lo que podía enfrentarse, no era un Monoi, sino una madre.
Cuando llevaba a Jon hacia allí, me crucé en el pasillo con Enrique y Anneta. Pensé comentarles que empezaran a cenar sin nosotros si veían que se hacía tarde, pero Enrique apartó la vista y se alejó bruscamente, desapareciendo por la puerta de la cocina como una exhalación. Annetta se echó a reír.
- Es que erres muy rruidosa follando, corrazón, y anda enfadado - me soltó, antes de seguirle. Yo me quedé pasmada. Vaya verbos que ha ido a aprender la nórdica. Aunque, claro, supongo que otros como bordar o rezar, no le resultan tan útiles en su vida cotidiana. Quise creer que Jon no lo había oído, pero cuando le miré de reojo perdí toda esperanza.
- ¿Se puede saber qué lío tienes tú con Enrique? - me preguntó - A ver si te crees que no le recuerdo, que no sé que es el tipo que te metía mano en el coche.
- ¡No me metía mano! ¿Pero qué dices, Jon? ¡Me puso una mano en la rodilla, nada más!
- Sí, venga ya. Mira qué bien lo recuerdas - me ruboricé, pillada en falta - Sabes que tengo razón. Se le veían en la cara las intenciones. Y se le ven ahora. Flipé, cuando me enteré que venía a vivir con nosotros, pero como se trajo a Annetta pensé que... bueno, que nada. Además, estamos Beatriz y yo, y Rolando a ratos. Pero esto... ¿Se puede saber por qué le invitaste? - como no le contesté, bufó y continuó camino - Joder, Reb, las madres de mis amigos se comportan de otro modo. Tienen sus rollos a escondidas, si es que los tienen.
- Mira qué bien - repliqué, molesta - Pero yo no te eduqué para ser hipócrita ni rastrero, no entiendo cómo puede parecerte mejor hacer eso. Y te he dicho mil veces que no me llames Reb, que me llames mamá o, como mucho, queridísima mamá. Soy tu madre, no tu amiga. A ver qué te has pensado. No quiero ser tu amiga - le di un ligero empujón, jugando, para quitarle hierro al momento - Ni siquiera me caes bien.
Él se echó a reír, pero dejó de hacerlo cuando vimos a Rolando en el umbral de la salita. Estaba muy serio. Le hizo pasar, con un gesto, y se interpuso en mi camino cuando intenté seguirle.
- Mejor espera fuera - me dijo, con un tono que me llenó de inquietud. Yo... no sé, es el padre de Jon, me consta que para él saber que tiene un hijo ha supuesto lo más grande, lo mejor de toda su vida. Jamás le haría daño, ni directa ni indirectamente. Pero yo soy su madre y no iba a dejarlo solo en una situación así.
- No. Ni hablar. Yo también entro. No es negociable, Julián - le dije, cortando de raíz lo que iba a decir , y usando su nombre auténtico, para recordarle tantas, tantas cosas... - Yo le llevé dentro y estuve con él cuando le salió el primer diente, cuando empezó a plantearse preguntas realmente interesantes y cuando la primera chica le rompió el corazón. Le enseñé a vestirse, a comer, a relacionarse, a dibujar el ocho, que siempre le salía torcido. Puede parecer muy adulto, pero todavía es un niño, mi niño, y voy a estar ahí cuando sepa si tiene Nuiz o no lo tiene. Por favor, apártate.
Rolando se lo pensó todavía unos segundos, pero ambos sabíamos que yo había ganado esa confrontación. Apretó los labios, ahogando un juramento, y se hizo a un lado. Cuando entré, cerró la puerta. Estábamos los tres solos.
Sobre la mesa camilla había puesto lo que parecía una base circular, metálica, de diseño muy simple. Pensé que le faltaba la cafetera encima, la verdad, no resultaba muy impresionante. En su centro había una bolita plateada. Y, cerca, una caja de pañuelos de papel.
No sé qué me preocupó más...
- Siéntate, Jon - pidió Rolando. Jon obedeció. Intentaba parecer tranquilo, pero fracasaba por completo - Ahora, escúchame con atención, voy a activar este objeto...
- ¿Qué es? - pregunté yo. Rolando me miró mal. Dijo algo que sonó como un crujido ruso, o algo semejante.
- Pero, como va a ser costoso que aprendáis a pronunciarlo, lo mejor es que le llamemos, simplemente, "Detector" - añadió - Y tú, Rebeca, mantén la boca cerrada. Estás de observadora, no interrumpas - cuando se hubo asegurado de que me había quedado muy clara la reprimenda, siguió con lo suyo, dirigiéndose a Jon - Voy a activar este objeto. Tú, no tienes que hacer nada, sólo relájate. ¿De acuerdo? - Jon asintió - Bien. Vamos allá.
Rolando cerró los ojos, inspiró profundamente, y tocó con la punta de un dedo el objeto metálico. Hubo un destello y la bolita empezó a moverse, girando, girando, abriéndose en una espiral cada vez más amplia, hasta abarcar las dimensiones de la base. Entonces, empezó a elevarse en el aire, girando, girando, arriba y abajo, dibujando un cilindro imaginario... El movimiento, cada vez más acelerado, empezó a emitir un zumbido desagradable que se agudizaba por momentos, algo que parecía... no sé, alterar la sangre en las venas, revolucionarla de alguna forma.
Jon no apartaba los ojos de la bolita y Rolando no apartaba los ojos de Jon. Me hubiese gustado poder hacerles una foto, para que tuviesen un recuerdo de padre e hijo dedicados a sus entretenimientos cotidianos. Casi ni parecían respirar. Eran como dos estatuas para las que nada más existía, nada era real, nada estaba aquí, excepto la bolita y ese zumbido exasperante.
Nada más, no pasaba nada más... y llegué a creer que no pasaría, pero entonces vi el hilo de sangre que se deslizaba desde la nariz de Rolando.
Ahora sé que para él era algo a esperar en esa situación, pero entonces me asusté. No se me ocurrió que, si iba a detectar el Nuiz de alguien, también el suyo sería detectado. Sin apartar los ojos de Jon, Rolando alargó la mano, cogió un pañuelo de papel, y se tapó la nariz. Jon le miró, sorprendido y con un inicio de decepción. A él, no le pasaba nada.
Yo quería hablar, preguntar algo, pero ese zumbido estaba a punto de volverme loca.
Entonces, se oyó un chillido espantoso, terrible. Tardé apenas un segundo en reconocer la voz de mi hija, Beatriz, y otro en localizar el origen: uno de los grandes armarios roperos que había en la habitación. Rolando había sido más rápido, y antes de que me diera tiempo a moverme, él ya estaba allí y había abierto la puerta. Sacó en volandas a Beatriz, aterrada, hecha un mar de lágrimas, dando gritos.
Estaba sangrando profusamente por la nariz.
- Oh, Dios mío... - logré murmurar, pese al mareo que me provocaba el dichoso zumbido. Eché a correr hacia ella y la abracé. Creo que nunca me había sentido tan... no sé, tan cerca de Beatriz. Quizá se ha roto alguna barrera, algo, al verla realmente en peligro, al asustarme temiendo perderla, pero ahora la siento distinta. Es mi hija, y moriría por ella.
Beatriz lloraba. Rolando volvió a la mesa, tocó la base metálica del aparato impronunciable ruso y la bolita cayó a plomo, rebotó y se perdió en el suelo. Estuve a punto de llorar de puro alivio cuando el zumbido terminó por completo.
Jon se puso lentamente en pie. Parecía tan triste...
- No tengo Nuiz - dijo. Rolando no le llevó la contraria. Se limitó a mirarle, evidentemente contrariado - Pero Beatriz sí. Y Rebeca.
- ¿Qué? - pregunté aturdida. Rolando se acuclilló ante mí. Adelantó una mano, y la pasó por mi nariz. La retiró manchada de sangre.
- Ay, Reb... - le oí murmurar - Y, ahora, ¿qué vamos a hacer?
Le puse fácil la respuesta. Me desmayé.
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