sábado, 28 de mayo de 2011

Sábado de Cartas Sobre la Mesa

Los polacos llegan a exportar pocas cosas (al menos que yo sepa), pero las que se hacen conocidas son realmente buenas. Pongamos por ejemplo la saga de Geralt de Rivia, de Sapkowski, que nunca me cansaré de recomendar encarecidamente. O este Ciego con hija, de Jan Matejko.

Una imagen que podría ser una metáfora de la vida que viví con mi padre. No es que él se haya dejado nunca conducir por mí, faltaría más, pero sí que estaba ciego a todo. Y yo resignada a todo. Una eterna menor de edad.

Hoy mi padre ha visto la luz, por primera vez, creo. Y mira que la cosa empezó mal, porque tras dos días de retraso llegué a pensar que Rolando tampoco iba a presentarse. Pero sí.

Ha llegado a media mañana y por todo saludo me ha preguntado si podía ducharse. Eso me ha sorprendido, pero le he dicho que sí, claro, nuestra habitación tiene baño propio. Me ha pedido que organizara la reunión y lo he hecho mientras oía el ruido del agua. Mis padres, bronca. Enrique me ha recordado que teníamos una cita a cenar. Yo le he dado largas. Luego, he ido a la habitación de los niños a decirles que se preparasen. Tras tantos días encerrados, eso les ha alegrado. Sobre todo a Beatriz, claro. Es una cría muy acostumbrada a la vida al aire libre y esto está siendo terrible para ella.

Cuando he vuelto, he encontrado a Rolando vistiéndose. Trataba de ponerse la camisa, pero parecía costarle un esfuerzo. Entonces he visto los vendajes en brazos y pecho. Le he preguntado qué le había pasado y cuando me ha contestado con un lacónico "nada", me he acercado y lo he comprobado por mi misma, levantando parcialmente uno de los esparadrapos.

Nos hemos mirado a los ojos y pienso que ha sido en ese momento exacto en que le he creído, por fin. O eso, o está definitivamente loco y, la verdad, no lo parece.

- Luego hablamos - me ha dicho - Ahora tenemos prisa.

Y ciertamente, de no ponernos en marcha de la misma, hubiésemos añadido la afrenta de llegar unos minutos tarde a una cita ya demasiadas veces demorada. Hemos ido en mi coche, él de copiloto. Rosa María, Jon y Beatriz detrás.

Enrique estaba ya en casa de mis padres cuando llegamos. Y también Javier. Total, que ya todos sabían quién era quién y que yo había pedido el divorcio. Javier se limitó a besarme en la mejilla y a susurrarme al oído un "Ya hablaremos de eso". Mis padres me miraron fatal, y más cuando reconocieron a Rolando. Ahí creí que a mi padre le iba a dar una apoplejía.

Por cierto, Jon reconoció a Enrique, claro. Teníais que haber visto la cara de vinagre que me puso en el momento.

En cualquier caso, todos los rencores, odios, animadversiones y demás intereses que fluían entre unos y otros pasaron a un segundo plano cuando Rolando tomó la palabra. Habló con tal seguridad y confianza que... no sé, me sentí absurdamente orgullosa de él. En esos instantes era el chico que recordaba, convertido en un hombre admirable. Un líder seguro de sí mismo, ganándose a la audiencia.

Lo que dijo, en pocas líneas, fue que el mundo se está derrumbando y sólo él podía proteger a los niños, por eso se los iba a llevar. Ahí, mi padre intervino, apretando un botón de su mesa. Al momento, entraron dos hombres. Iban armados.

- Tengo el mejor servicio de seguridad de todo Bilbao y me atrevería a decir que de toda España - dijo el Gran Goyri, haciendo un gesto para que los hombres se fuesen - No puedes protegerlos mejor que yo - Rolando se limitó a sacar un papel de la chaqueta y se lo entregó. Mi padre palideció, al ver su contenido - ¿Cómo has conseguido esto?

- Sacándolo de la caja de máxima seguridad en la que tú lo metiste. Me importa una mierda su contenido, no voy a hacer nada al respecto. Sólo lo cogí para demostrarte lo que puedes esperar de tus sistemas de seguridad - hizo una ligera pausa, dándole tiempo a asumirlo - Sé que quieres a tus nietos, Salvador. Créeme, estarán mejor bajo mi cuidado.

Ante eso, mi padre asintió y se dejó caer en la silla lentamente. Me pareció verlo envejecer décadas, en segundos.

Rolando apretó los labios, contemplándole pensativo, luego siguió hablando y dirigiéndose a todos. Dijo que no iba a permitir más conflictos familiares que pudieran distraerlo, por parte de nadie, y juraría que ahí me ha mirado de reojo.

Ha sido un momento bastante tenso, todos nos hemos sentido abroncados por nuestras pequeñas miserias, y con razón. Cuando el mundo se está yendo al garete, los problemas cotidianos cobran una dimensión distinta, se vuelven ridículos. Miré a mis padres, avejentados y vencidos y, por primera vez, sentí piedad por ellos. Se habían aferrado siempre a una realidad que se les escapaba de entre los dedos y no sabían qué hacer. No eran los monstruos que siempre pensé, sólo personas confundidas, repentinamente vulnerables.

Quizá también Rolando se ha dado cuenta de eso porque su tono ha variado y se ha mostrado menos duro, casi amistoso. Ha pedido disculpas a mis padres por no haber respetado sus miedos y costumbres cuando era joven. Les dijo que, de volver atrás, haría las cosas de otro modo y seguramente todo hubiera resultado distinto. Hubiese estudiado con más ahínco, buscando su respeto, y hubiese esperado más a avanzar en nuestra relación para tener algo que ofrecer, un buen futuro para su hija, antes de pedir nada. Y no como hizo, llegando al abordaje, como un ladrón en la noche.

Yo... nunca lo había pensado así, pero imagino que es uno de los posibles modos de verlo. Traté de ponerme en el lugar de mis padres, con una hija única, una niña de dieciséis, diecisiete años, a la que encandila un muchacho con mucha labia pero con poco que ofrecer y menos ganas de esforzarse en conseguirlo. Ahora soy madre y puedo compartir esos miedos. No les disculpo por sus decisiones, sobre todo cuando me presionaron para que abortase, pero sí que les comprendo algo mejor.

Rolando le dio a mi padre un número de teléfono seguro, para que lo usase ante cualquier posible emergencia. También se lo entregó a Javier, al que agradeció todos los años en que me ha cuidado. Javier le ha abrazarlo, conteniendo un gemido, y le ha susurrado algo. Yo he visto el gesto de dolor de Rolando, por las heridas que tiene, pero creo que los demás lo habrán achacado a la pena.

Luego, Rolando se ha vuelto hacia mí y me ha besado. No sé si era porque tenía ganas, porque quería dejar clara la situación frente a la familia, o porque estaba Enrique delante, y era su modo de apartarlo a un lado. Aunque es posible que esto último ni lo haya pensado y no seré yo quien provoque más conflictos caseros.

- Vámonos - me ha dicho.

Mientras íbamos al coche he podido escaquearme y intercambiar un par de palabras de disculpa con Enrique.

- Deja, me ha quedado meridianamente claro que hoy no vamos a cenar juntos - me ha dicho - Pero quién sabe, Rebeca, quizá otro día... - en ese momento ha sonreído de una forma que casi me ha hecho reír - Incluso en un mundo que se derrumba, la esperanza es lo último que se pierde.

- ¿Le crees? - le he preguntado, abruptamente. No sé ni por qué lo he hecho. Creo que empezamos a hacernos amigos, supongo...

Enrique se lo ha pensado unos segundos.

- Digamos que, cuando me puse a investigarle me topé con algunos hechos... extraños, que no han dejado de aumentar en número. Ahora mismo, el mundo es como un cuadro lleno de detalles, saturado de colores y formas; sólo si te fijas bien, ves esas anomalías que van surgiendo. Son pocas, son diminutas, y algunos intentan taparlas, cubriéndolas con su sombra, por mil razones distintas. Pero, cada vez surgen más y más y más... - se encogió de hombros - Sí, le creo. Nunca he sido especialmente imaginativo, ni supersticioso, pero soy realista y, viendo las cosas que se ven y las que no se ven porque se intentan ocultar, no me queda más remedio que creerle.

Hemos llevado a los chicos a comer por ahí y luego al cine, como premio por su paciencia en el encierro, aunque no sé si ha sido buena idea porque Rolando ha estado en tensión toda la película y ha abandonado la sala un par de veces, con la excusa de ir al baño. Luego, hemos comprado cena y hemos vuelto a la pensión. Hemos dejado a Jon, a Beatriz y a Rosa María eligiendo una película para ver en el portátil, y hemos venido a este dormitorio.

La verdad, yo no tenía muy claro qué iba a ocurrir, si iba a quedarse o a salir volando por la ventana, como Supermán. Lo mismo me hubiese sorprendido una cosa que la otra. Pero, cuando le he visto sentarse en la cama y empezar a quitarse una bota, me he puesto nerviosísima.

- Voy al... - señalé el baño. Él se limitó a mirarme. Cogí el camisón de camino. De pronto me daba un pudor absurdo cambiarme delante de él, ante esa mirada. Qué tonta y a la vez, qué lógico. Ha pasado demasiado tiempo, somos demasiado distintos y no sólo en espíritu. Diantre, que me mantengo bien, pero ya no tengo diecisiete años.

Estuve un buen rato en el baño, entre reflexionar, darme ánimos y prepararme. No olvidé unas gotas del perfume que siempre le gustó tanto y que seguramente habrá olvidado.

De momento, sigo sin saber si lo recuerda porque, al salir del baño, lo he encontrado acostado, totalmente dormido. ¿Qué podía hacer? Parecía tan agotado...

He recogido su ropa del suelo, le he cubierto con las mantas y me he puesto a escribir.

2 comentarios:

  1. ¡Caray! ¡No sé por qué no salen mis comentarios!
    Decía que qué cara habrá puesto el abuelo al comprobar que sus inviolables sistemas de seguridad no son tan confiables, (y que) el lector -morboso- se quedó con la cinta congelada de esa cama; la autora nos debe despertar a Rolando y pues, bueno, que pase lo que ha de pasar.
    Un abrazo. (Hace días que publico esta mis entrada y nada)

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  2. Hola, Julio. Puede ser por blogger o puede ser por esas otras cosas extrañas que pasan. Le diré a Rolando que te haga llegar un modem USB de los suyos. En todo caso, muchas gracias por perseverar y acompañarme siempre con tus comentarios, que animan mucho a seguir. Prometo seguir contando las cosas que me van sucediendo. Un abrazo, amigo mío.

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