No sé si lo he hecho bien. No conozco mucho de blogs y tanteo a ciegas entre tanto widget, porque no quiero preguntar en casa. Mi marido, Javier, podría ayudarme, o mi hijo mayor, Jon, pero no quiero que ninguno de ellos sepa que he creado este sitio.
Ni siquiera sé bien por qué o para qué lo pongo. Ha sido un impulso absurdo. Porque todo el mundo lo hace, supongo, todo dios tiene ya un blog para comentar cualquier cosa, la mínima tontería. Internet es un océano profundo al que lanzas botellitas con mensajes. Aquí todos opinan y pocos escuchan. El oleaje es inmenso.
Pero, a veces, la botella llega a su destino. O esa esperanza queda.
Yo no es que tenga mucho que decir, la verdad, excepto a alguien que quizá jamás me lea. Mi vida, que no es la que hubiese debido ser, en sí resulta bastante anodina. No puedo quejarme, me consta. Mi marido me quiere y tiene un trabajo fijo en estos tiempos que corren, puedo enfrentarme a la ávida hipoteca del Banco. Mis hijos están sanos, puedo mantener a raya a mis padres, que no es poco...
Pero no es la vida que hubiera debido ser. Me muevo en una especie de sucedáneo, como un denso chocolate oscuro, que no engorda, pero tampoco satisface. En casa no puedo decirlo, claro. Y sé que no debería hacerlo tampoco aquí, menos que en ningún sitio, que Internet es un lugar siempre público, que podrían llegar a enterarse...
Pero... quizá me leas. ¿Podría ser? ¿Cómo perder esta ocasión?
Soy yo, Rebeca. ¿Me lees? Estoy en Internet.
Sigo aquí, a pesar de todo.
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