viernes, 9 de septiembre de 2011

Noche de Jueves para un Bucardo

Dibujo publicado por Cuvier
(1817)
Muchos quizá ni hayáis oído hablar del bucardo, la cabra montesa del Pirineo. Era una especie poseedora de vistosos cuernos que, de hecho, fueron su perdición. A lo largo del siglo XVIII, XIX y XX se aunaron la estupidez  criminal de los aburridos y la de los incompetentes, para provocar su completa extinción. Para más detalles, consultad páginas como la de El Bucardo. Es una historia que no tiene desperdicio.

Yo recordaba eso, que estaba extinguida, que el último ejemplar murió con el siglo pasado, más o menos. Por eso me sorprendió enormemente ver lo que parecía uno de esos hermosos animales, observándonos silenciosamente desde unas peñas. Eso fue ayer, jueves, a mediodía. Visto que no podíamos avanzar y, mientras esperábamos a Radar y sus rituales, estábamos sentados entre rocas y hierba, junto al Hummer.

¿Que por qué nos habíamos metido por el mogollón de los Pirineos, siguiendo carreteras secundarias y trazando más curvas que una peonza por valles angostos, en vez de ir por Irún, Hendaya, etc, o sea, siguiendo el camino de la costa, cómodo y directo, que usaba la gente cuerda? Me alegra que me preguntes eso. La respuesta es sencilla: Radar. Se empeñó en cruzar por allí.

—Te está siguiendo y es hora de darle esquinazo —me dijo, cuando insistí en pedirle una explicación. ¿Qué podía replicar a eso? Nada, porque recordé la presencia que me espiaba en casa del doctor Contreras, incluso estando en mi cuerpo astral. La marca mágica de Loa me hacía visible para muchas clases de ojos, y había unos que no parecían dispuestos a dejarme en paz. Lo he percibido de muchas maneras: mis espejos se nublan, cuando me reflejo; veo huellas que me rondan, aunque no vea a quien las imprime; si me sirvo un vaso de agua huele a algo picante (a infierno, dice Radar), y luego se calienta súbitamente... 

No es que haya en ello algo... malvado, no me transmite la misma impresión que un Edterran o un Monoi. Pero tampoco es algo tranquilizador, precisamente. Sé que Radar no quería alarmarme, que por eso no lo mencionaba mucho, pero pensaba en ello de continuo. Ninguno de los dos sabíamos qué podía querer esa cosa, a qué estaba esperando pero, aunque lo disimulase, no puedo negar que el asunto me daba miedo. Si el plan era quitármelo de encima, bien merecía la pena el recorrido turístico. Además, os lo juro, es un paisaje precioso.

Nos internamos en la sombra de las montañas el martes a mediodía. El reloj marcaba las seis y media cuando encontramos, en un valle perdido, una pequeña casa de piedra y madera que parecía haber sido una fonda de camino. Ama Lur, se llamaba, o se llama. Es euskara, en castellano significa Madre Tierra. Muy apropiado en aquel establecimiento, que con su piedra sin desbastar y su madera con corteza más daba la impresión de algo surgido del suelo que de algo incrustado en la naturaleza, pero me recordó el asunto de la Madre, cuando viajábamos hacia el sur, y me dio un escalofrío. 

Tenía el bar, un pequeño comedor, cocina, y tres habitaciones arriba. No había nadie por allí. Tampoco nos sorprendió, era la tónica general. O los habían matado los demonios, o habían huido. Comimos, cogimos lo que nos interesó, y seguimos camino, tirando hacia el norte...

Al anochecer, y llegando desde el sur, como en las más clásicas historias de terror, volvimos a Ama Lur.

Era exactamente el mismo sitio, sin posibilidad de error. Al margen de lo evidente del edificio, el nombre, etc, lo supimos porque contenía las mismas cosas, que pudimos volver a coger de los mismos sitios. Si no entramos en pánico fue porque Radar parecía controlar la situación. Se colocó en mitad del camino, canturreando algo mientras arrojaba tierra en dirección a los cuatro puntos cardinales, y luego enterró algo en la base de la piedra grande, llena de musgo, que adornaba como una estatua natural la entrada del local. No quiso que durmiéramos allí porque, según él, no podríamos descansar. Allí se juntaban los sueños de la montaña y los del valle, y se entrelazaban con los que llegaban de las profundidades del mundo. Eran sueños complicados y exigentes. 

—Pues vaya sitio para poner una fonda —gruñó Enrique, que había esperado poder dormir en una cama. Radar rio.

—Mi buen amigo, quienes acudían a ella, están más allá de los sueños de los vivos.

Con Radar, pocas veces merece la pena discutir, y menos aún pedir explicaciones. Diga lo que diga, si lo dice, por algo incomprensible será. Así que pasamos la noche acampados a corta distancia y al amanecer seguimos camino, hacia el norte.

A mediodía, volvimos a llegar a Ama Lur.

Y ayer jueves, lo mismo. Eso ya fue desesperante. Mientras Radar repetía por tercera vez su ritual, los demás nos sentamos a comer un bocadillo, comentando el tema, preocupados. Para entonces ya habíamos descubierto que no funcionaban la mayor parte de las cosas, menos mal que el coche seguía rodando, aunque tuviese sus problemas. No sé por qué a los demás no les va el GPS, igual es que el del Hummer lo preparó Rolando, pero siempre ha funcionado correctamente. Lamentablemente, junto al Ama Lur pegaba saltos, fliqueaba, no iba bien. Los portátiles y los móviles, peor, estaban como muertos. Solo funcionaba, como digo, el coche, lo que nos permitía dar y dar vueltas, sumiéndonos más y más en la desesperación. 

Ah, y también iban, a su manera, los relojes, en los que avanzaba el segundero pero marcaban siempre las seis y media.

—Nos señalan a nosotros —dijo Jon, y Radar le miró con interés. Para un ciego, todo un logro, conseguir dar esa impresión.

El caso es que no podíamos escribir, ni comunicarnos más allá de pegarnos unas voces. Por eso, aunque alguno propuso lo de quedarse en la fonda, que continuásemos viaje los demás, y probar a ver si lo encontrábamos siguiendo el camino del norte, no nos atrevíamos a separarnos. Radar rio, cuando le contamos ese plan.

—Estaría bien, aunque solo sea por preguntarnos el resto de nuestras vidas si es o no la misma persona. Y, él, se preguntaría lo mismo de nosotros. ¿Cómo podría estar nadie seguro? —Agitó la cabeza, dirigiéndose a la piedra de siempre, para enterrar otra vez la bolsita con tierra y hierbas. Como si fuese a servir para algo, recuerdo haber pensado—. La realidad ha abandonado estas montañas.

Entonces, justo entonces, vi el bucardo, en las peñas.

—Joder... —Se lo señalé, y para los que no sabían, les expliqué lo que ya he contado: el último bucardo murió hace años y es una especie que ni puede ser clonada bien, porque las únicas muestras de ADN de que se dispone transmitirían enfermedades genéticas a todas las generaciones de clones.

—Hay muchos tipos de cabras pirenaicas, quizá sea otro —me dijo Enrique, aunque también dudaba.

—Lo apropiado hubiese sido que Rebeca viese un rebeco —terció Jon, ganándose un capón—. Auch. Era una broma.

—Ya lo sé. Pero para ti no soy Rebeca, soy queridísima mamá. En situaciones más formales, madre. Te lo tengo dicho. —El bucardo seguía muy quieto. Tuve la inquietante impresión de que me miraba directamente a los ojos—. Yo no sé...

—Quiere que le sigas. —Radar suspiró—. He pedido un cambio en el laberinto de Laberinto. Ese bucardo es un enviado. Es lo único diferente que ha habido desde el martes, en este círculo sin salida.

—¿Quién es Laberinto?

—No lo sé. Le he llamado así. Se esconde al otro lado de todo y nos ha atrapado con él. Yo... supe que algo pasaba aquí, las montañas eran un hervidero de direcciones contradictorias, una trampa laberíntica. Por eso pensé que era buen sitio para atrapar esa entidad, si es que Laberinto es lo suficientemente fuerte. —Hizo un gesto hacia el animal—. Sigue al bucardo, Rebeca. Es un ser que ya no existe en un lugar en el que nada cambia, y donde el tiempo no transcurre. Es una señal.

—Voy contigo. —Se ofreció Enrique.

—No. —La voz de Radar no dejó lugar a réplica—. Va a salir de las pautas seguras del laberinto. Debe ir sola.

Entonces, me cogió la mano.

Habitualmente, cuando tomo el Nuiz de alguien, no suelo ni notarlo. Tengo que probar los efectos, buscarlos, ver si puedo hacer esto o aquello... Pero con Radar, la cosa fue muy distinta. No pude evitar lanzar un gemido y caer al suelo de rodillas. Aquella avalancha de información me estaba destrozando. Sentí que mi cabeza se rompía, como si estallase para dejar salir un millón de terminaciones nerviosas que se ajustaron con las líneas de poder del mundo. Esquemas, planos, mapas, gente moviéndose, muchos de tonos apagados, otros deslumbrantes como Marea... 

Y alguien, en algún lado, cerca...

—¿Reb? —Oí que me llamaba Enrique. Me obligué a respirar como me había enseñado Rolando y por fin pude controlarlo, aunque fuese a duras penas. Todos me miraban preocupados, excepto Radar, que jamás me había parecido más ciego ni más vulnerable. Estaba apoyado en su bastón y por primera vez pensé que lo necesitaba. Me había dado sus ojos, para que pudiese ver más allá de lo real— ¿Reb? ¿Estás bien?

 Asentí. Estaba bien, claro que sí. Sobrecargada de datos, borracha de tablas y listados, me deslizaba por ríos de información, pero me sentía pletórica, fuerte, muy capaz. Es asombroso lo que nos cambia el conocimiento. Miré al bucardo, la sombra que se deslizaba entre tiempos y realidades, como todo lo que ha existido. Y, por primera vez, se movió, agitando orgullosamente la cabeza, aquellos cuernos soberbios que fueron su mayor belleza y su condena. Dio media vuelta y emprendió la marcha, peñas arriba.

Caminé tras él durante mucho tiempo, mucho, a saber cuánto. Siempre eran las seis y media.

Pero, en algún momento, se hizo de noche. 

Y vi un resplandor entre las rocas.

2 comentarios:

  1. Me encanta lo que veo en tu blog.. Te sigo.. Eskerrik-Asko..

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  2. Muchísimas gracias, ares, anima mucho (ni te imaginas!!) saber que alguien lee estos textos. Abrazos y eskerrik asko también a ti ;)

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