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Pues ahora no recuerdo de quién es este cuadro... lo pondré en cuanto pueda. Eso sí, como todos los usados, es de dominio público. |
Adela dice en su blog que ya todo ha terminado, y es cierto. Que algunos hemos sobrevivido... eso, no sé hasta qué punto es verdad. Ha sido una batalla larga, en la que no se distinguían realmente los vivos de los muertos, todo convertido en una marea de cuerpos sangrando y cayendo, una masa de carne estremecida. Loa decía que la línea entre mundos era más tenue que nunca...
Mientras Adela combatía en tierra y
Blanca reinaba en el aire, nosotros nos deslizamos en las entrañas del mundo. Son oscuras, y frías, créeme. Aunque, bueno, la oscuridad y el frío ya se sentían desde la distancia, cuando contemplé por primera vez esa imponente construcción que se estaba erigiendo Pabrich. Me hizo pensar en los antiguos faraones (tantas cosas que aprendí de Javier...), esos seres supremos, dioses encarnados, vínculos entre lo divino y lo humano. Solo alguien con el ego de un dios puede concebir una fortaleza como esa, una auténtica ciudadela de dimensiones aterradoras, incrustándose siempre hacia abajo, alzándose siempre hacia arriba. Sus formas eran repugnantes y extrañas ya por fuera. Por dentro...
Pensé en el Patrón. Pensé en la magia retorciendo la materia, en poderes extraños a este mundo, quizá a esta realidad, quebrándola como cristal fino...
No había ninguna uniformidad, ningún orden, en aquel interior de roca desgarrada. Todo era caos. En las zonas más trabajadas por los esclavos, los pasillos eran o estrechos, o inmensamente anchos; eran líneas rectas o formaban espirales. Había escaleras descendiendo abruptamente a la negrura, o rampas tan imperceptibles que ni te dabas cuenta de que aquella inmensa cosa te estaba devorando.
Abajo, abajo... Intentábamos pasar desapercibidos, pero no siempre era posible. Ya desde el primer nivel nos tropezamos con alguna que otra patrulla de dragones, zombis, y también guardias humanos, sectarios hijos de la gran puta dispuestos a vender a su propia especie a cambio de seguir con vida. Rolando era muy poderoso y Loa tenía sus recursos, y yo poseo un poder muy útil, además del Nuiz que heredé de Rolando, pero cada combate nos debilitaba, y los encuentros a veces se alargaban demasiado. Me hirieron, pero Loa me curó. Hirieron a Loa, pero Rolando le hizo algo que le arrancó grandes alaridos, pero paró la hemorragia.
Rolando no parecía notar nada, no se cansaba, no aminoraba el paso. Caminaba el primero, a buena velocidad, indicando el camino. Loa le seguía como el perro fiel que era. Y yo iba la última, remoloneando, tropezando conmigo misma, agobiada por el peso de Steampunk y por la certidumbre de que iba a tener que hacer lo que de ningún modo hubiese creído posible.
Rolando había evitado el tema durante los últimos días. De hecho, me cortaba cada vez que intentaba discutir, hacerle razonar. A esas alturas, le hubiese pegado con gusto, porque yo me encontraba al borde del colapso, pero él manifestaba una seguridad y una claridad de mente envidiables. Supongo que, por mucho que me negara a verlo, ya había pasado el tiempo de las discusiones y las palabras, y los argumentos y las súplicas. Yo sabía lo que él esperaba de mí, y me sentía atrapada entre el deseo de tenerle y el miedo a decepcionarle. No podía imaginar un mundo en el que me odiase; y, mientras contemplaba su espalda, su silueta avanzando decidida, supe que si no le obedecía en eso, viviera o muriese, nada volvería a ser lo mismo.
La opción, me di cuenta, era vivir con su rechazo o con su recuerdo.
—No llores, ma putain —me susurró Loa, reteniéndome un segundo en lo alto de una escalera, para que Rolando no le oyese—. El amo me ha dicho que, cuando haya muerto, cuando le hayas reventado ese alma maldita que le permite seguir en este mundo, te saque de aquí sana y salva. Que entonces seré libre. Por completo. Estaremos solos, tú y yo—Sus ojos atraparon el reflejo de unas antorchas. Me dio miedo—. Qué bien, ¿verdad?
Me solté de un tirón y corrí para reunirme con Rolando. No supe si él se había dado cuenta y opté por no mencionarlo. No era el momento. Estábamos acercándonos a Pabrich. Una frase maravillosa que implicaba estar en un trayecto, pero sin llegar al destino. Ojalá hubiésemos podido seguir bajando y bajando hasta caer por el otro lado del planeta. Fueron muchas horas, muchas, mientras arriba unos preparaban el combate en tierra y otros en el aire. Yo perdí la noción del tiempo y simplemente avanzaba dando tumbos, helada por dentro.
Incluso tuvimos que parar a descansar, agotados de caminar y luchar. Rolando no era humano, pero nosotros sí. Con Nuiz, con magia, pero humanos. Y habíamos caminado hasta el agotamiento, habíamos luchado una y otra vez, abriéndonos paso por la fuerza, habíamos recibido golpes y heridas... No nos teníamos en pie. Mientras Rolando hacía guardia, nos escondimos en un pequeño almacén y dormimos un par de horas.
Fue entonces cuando Loa me pidió el portátil. Lo había hecho otras veces, consulta cosas, como yo, hay mucha temática de vudú y creo también que accede a algún sitio privado, donde seguro que tiene archivos de magia y recetarios vudú variados. "Zombi al instante: cójase un cuerpo humano debidamente muerto, un poco de perejil, una pizca de canela y dos ramas de laurel. Salpimentar con el cántico "ale, ale" y bailar alrededor tres veces. Agítese antes de usarlo"
Pero, bueno, como yo guardo como oro en paño este blog (espero que ya solo Grecia lo siga leyendo, quizá Blanca, no sé si Adela...), puedo entender que uno quiera tener sus secretos y su privacidad; además, la primera vez se lo comenté a Rolando y él me dijo que no me preocupase, que Loa estaba convenientemente atado. Así que, como siempre, le dejé el ordenador. Y entonces no le di importancia, pero ahora entiendo la expresión de su rostro. Desconcertado. Esperanzado. Malévolo.
Pero entonces lo atribuí a la contrariedad:
—No hay conexión —me dijo, al devolvérmelo. Comprobé que, efectivamente, algo le había pasado al maldito chisme, pero no fui más allá de maldecir la técnica en general y al inventor de las conexiones en particular, que vete a saber quién fue o si fue uno solo, ni idea. Rolando entró entonces, riñéndonos agriamente por el retraso, y me dio tanta rabia, con tanta angustia que estaba pasando por él, que metí el portátil en su funda y me olvidé por completo del asunto. Ya lo arreglarían Jon o Enrique, a nuestro regreso, me dije. Ellos entendían de esas cosas.
Y seguimos bajando y bajando, y pensé de verdad que estábamos atrapados en un descenso eterno.
Pero, no.
Casi por sorpresa dimos a una especie de galería que rodeaba una sala inmensa, con grandes plataformas circulares sostenidas por columnas sobre un abismo insondable. Allí, la geometría parecía haber enloquecido por completo: las líneas rectas se retorcían, los ángulos parecían crujir, como si intentaran cambiar de forma, forzándose a posiciones imposibles. La luz era roja, una luz hecha de magia residual, dijo Rolando, como heces de mil magias prohibidas. Las sombras, densas, pesadas, se agarraban a los bordes y se deslizaban por voluntad por los frisos que unían las columnas; había figuras allí, formas compulsivas cambiando continuamente, revelando una historia atroz. No me atreví a mirarlas más que un momento.
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Más o menos, esa sala inmensa y extraña. Lo he hecho yo, sí,
entremezclando mil cosas con el photoshop |
Por todo el lugar se veía hombres cubiertos con capas, blancas unos, rojas otros. Y, detrás, rodeándolo todo en un semicírculo pavoroso, capaz de amedrentar incluso a los trescientos de las Termópilas, una línea de dragones, Monoi mutados, pero también muertos. Zombis.
Cuerpos grises, pieles cenicientas, cruzadas por mil venas que más que eso parecían grietas y, total, estaban igualmente vacías...
—¿Podrás dominarlos? —pregunté a Loa. No me contestó. Parecía preocupado.
Se oía algo, un rugido de viento o de agua, pensé al principio, mientras nos acercábamos. Pero no, era un cántico, un coro de voces que emitía aquel ejército inmenso, marcando tonos graves que se entremezclaban y chocaban
unos contra otras. A medida que descendíamos eran más fuertes. Me dolía
la cabeza. Vi que Loa sangraba por los oídos antes de sentir yo misma el
calor húmedo deslizándose hacia mi cuello. Me detuve y me toqué, y
retiré los dedos manchados de sangre.
—Resistiréis —me
dijo Rolando, al verlo. Sus oídos no sangraban. No me sorprendió. No era humano.
Al fondo, al otro lado de la sala inmensa y aterradora, había unas grandes puertas. Y, mientras observábamos, se abrieron y vimos una figura, envuelta en el destello de mil hechizos. Era hermoso y terrible. Me recordó ese Demon sugerente y perfecto de Zichy que os añado a la izquierda. No sé, supongo que, cuando la belleza consigue dar miedo, es que está teniendo lugar algo realmente contra-natura.
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Demon
Mihály Zichy, 1878 |
Pabrich, supe, sin necesidad de que nadie lo dijera.
La sensación de poder, inmenso, brutal, lo sacudió todo. Su figura era quizá hasta minúscula comparada con la enormidad de su obra, pero el poder que proyectaba tenía un tacto casi físico, tocaba, ahogaba, imponía; ocupaba aquel espacio inmenso y más. Casi temí que nos aplastara contra las paredes, como si no fuésemos más que insectos.
—Quédate aquí —me ordenó Rolando. Señaló un punto, con el dedo—. Es una buena posición, puedes disparar desde ahí, apóyate en la columna. Que no te vean antes de tiempo. Yo voy a la plataforma —Miró a Loa—. Recuerda lo que te dije.
—Lo haré, amo —replicó Loa, sumiso como siempre. No parpadeó—. Muere tranquilo. La sacaré con vida de aquí.
Maldito Loa. Retorcido y traidor. Ni siquiera su expresión revelaba nada cuando le observó marchar. Pensé que eso iba a ser todo, pero Rolando se volvió de pronto, regresó hacia mí y me besó.
—No me falles, Reb, no me falles... —me súplicó. "Mátame", decían esas palabras. Y era yo la que estaba muriendo. Creo que sollocé y que por eso me soltó bruscamente y se marchó.
De reojo capté la sonrisa malvada de Loa. Hubo algo en ella que me llenó de inquietud. Fue como si él supiera algo que nosotros no sabíamos, como si viese la situación desde una posición más ventajosa. No podía tener nada que ver con el hecho de que, una vez fuera y viva, una vez cumplido el mandato, más me valía tener mucho cuidado con él. Eso, ambos lo sabíamos, seguro que intentaba matarme. Loa era un hombre de rencores intensos y firmes. Tenía los huesos empapados en odio.
Pero no le concedí más atención. Me subí a una balaustrada, donde me había indicado Rolando, preparé a Steampunk y observé con cuidado el lugar.
Pabrich seguía con sus conjuros. Estaba marcando algo en el suelo, parecía un dibujo, algo semejante a un vevé vudú. A su alrededor, los encapuchados oscilaban sobre sus pies, sus ropas formaban un oleaje, el cántico se hacía más firme. Los hombres vestidos con túnicas blancas avanzaron un paso y se arrodillaron, echando la cabeza para atrás, dejando expuesto su cuello. Los hombres de las túnicas rojas los degollaron, sin prisa, sin perder el ritmo, el maldito ritmo que todo lo alteraba.
Sssssuuummm... se sintió. La sangre borbotaba sobre las túnicas blancas, tiñéndolas también de rojo. Caía a chorros sobre la roca, donde se deslizaba en largas cintas rojas, hasta unirse al dibujo de Pabrich. Los dragones zombi iban cogiendo los cuerpos sin ningún cuidado y los arrojaban por el borde de la plataforma, al abismo sin fondo que parecía desear devorarlo todo. Cuando no quedó ninguno, entró por la puerta otra remesa de hombres con túnicas blancas. ¿Esclavos? ¿Iluminados como Popov, dispuestos a dar estúpidamente la vida por algo sin mayor sentido? A saber...
—Ahí está el amo —me avisó Loa. Rolando saltó, descolgándose con agilidad increíble desde la balaustrada, rodó por una de las plataformas laterales y se puso en pie de un salto, creando una onda expansiva que lanzó a los encapuchados más cercanos a un lado, dejándole espacio. Luego, sin transición, lanzó un poderoso ataque arcano hacia Pabrich. Sus ojos brillaban ,con un escarlata intenso, en la penumbra de rasgos que era su rostro. Pensé, desolada, que encajaba mejor en aquel sitio que con nosotros. Conmigo.
La magia crepitó en aquella luminosidad forjada con magias muertas. Estremeció las sombras nacidas del abismo. Los dragones ni siquiera titubearon, quizá porque no tenían voluntad propia y Pabrich. no recurrió a ellos. El cántico se detuvo un instante, como desconcertado, y comenzó de nuevo, más grave, más frenético.
—Hazlo —dijo Loa, a mi lado. Sonó estremecido, luchaba por contener un grito de dolor. Ahora también sangrábamos por la nariz.
Abajo, Pabrich aguantó el golpe con esfuerzo pero en pie, pareció coger algo en el aire y tiró bruscamente. Rolando fue lanzado hacia delante como si tiraran de él con una cuerda, cayó de bruces en el suelo y recorrió varios metros, hasta encontrarse a los pies de aquella criatura. Pabrich alzó una pierna y trató de pisarlo, pero Rolando giró, alejándose rodando.
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Dante et Virgille en Enfer William-Adolphe Bouguereau , 1850
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La sala entera se estremeció cuando Pabrich golpeó el suelo, destrozando la piedra, hundiendo el pie hasta el tobillo, marcando su huella profundamente. Los dragones zombificados que le rodeaban rugieron en distintas voces, uniéndose al cántico. La tensión que creaba aumentó y aumentó. Creí que convertiría en pulpa mi cerebro, que saldría a presión por mis orejas.
Golpes, golpes, de Rolando y de Pabrich, peleando de forma salvaje, intercalando fuerza bruta con ataques mágicos. Tuve un atisbo de esperanza. Parecía que, al menos, sus fuerzas estaban equilibradas, que Rolando no tenía por qué morir esa noche, que teníamos una oportunidad.
Entonces, Pabrich cogió a Rolando por una muñeca, se la retorció, obligándole a caer de rodillas y retorcerse hacia atrás, y le clavó los dientes en el cuello, de un modo que me hizo recordar ese cuadro que añado, de Bouguereau.
La sangre salpicó. Sangre de demonio, más oscura, más densa, que fluye por causas distintas...
—¡Hazlo! —gritó Loa a mi lado—. ¡Ahora, vamos!
Alcé a Steampunk. Les observé por la mirilla, centré el tiro en Rolando.
Apoyé el dedo en el gatillo, empecé a presionarlo...