sábado, 26 de noviembre de 2011

Sábado de Adiós en Villa A

A Woodland Stream, 1923, Peder Monsted
La verdad, con todo lo sucedido, no pensaba decir nada más, no le encontraba mucho sentido.  Supongo que me siento cansada, han sido meses de gran esfuerzo, de tensión continua, y ahora, con el súbito desenlace, me siento vacía. Agotada. Pero también he visto los blogs de otros compañeros, de Adela, de Blanca, de Rodrigo... He visto los enlaces a los que ahora guardan silencio y ya no contarán  nada más, los de aquellos que cayeron a lo largo de toda esta historia, como Déborah o Hidalgocinis,  y creo que al menos debo despedirme.

Sinceramente, no sé si es un final. Quizá cambie de opinión mañana y sorprenda a todos con una entrada de esas larguísimas que tanto agobiaron a más de uno. No sé si este blog sigue teniendo sentido, si a alguien que no sea yo le seguirá interesando saber cómo irá mi vida en el futuro, o si es mejor dejarlo en este punto. Ya veré.

Lo que importa, es que hemos vuelto a Villa A, haciendo un camino de retorno que ha sido más breve, y curiosamente más triste. Está todo... distinto. Aunque la amenaza mayor ha desaparecido, aunque Pabrich ha caído, el mundo ya nunca será igual. Hay hordas de zombis dando tumbos por ahí, y demonios que siguen sus propios intereses. Me pregunto si los Edterran seguirán reuniendo almas para permitir el paso de sus Amos. Supongo que habrán quedado grietas por el mundo, que la magia ahora fluirá con mayor fuerza...

No he querido saber más del nuevo orden que quiere organizarse, ni he querido que me implicasen en todo lo sucedido más de lo que ya lo he estado. Prefiero que el mundo piense que Rolando y Rodrigo acabaron con Pabrich, gracias a Espiga de Arroz. Al fin y al cabo, el poco mérito que pudiera tener, ni siquiera fue realmente mío. Cuando estás tan desesperado que no te quedan más opciones, no sé si se puede hablar de heroísmo.

Hemos vuelto a Villa A, Jon, Enrique, Rolando y yo. Pensé que Enrique se quedaría en Berlín, esa intención tenía, pero Rolando se reunió con él a solas, y al final se unió a nosotros. No he hablado con él. Desde aquel suceso con la Madre, aquella intimidad forzada y engañosa que tuvimos, no hemos vuelto a ser los mismos. Quizá algún día...

También nos hemos traído a Elsa. Estando su padre muerto, qué íbamos a hacer. Solo espero que Jon haya aprendido algo y no me vuelva a dar un susto antes de tiempo.

En Villa A todo parece tan tranquilo... He elegido ese cuadro de Monsted para el gráfico porque es así como veo el mundo, con esa bellísima luz que hace pensar en un nuevo comienzo, una nueva oportunidad. Seguro que tendremos que cuidarnos bien de posibles amenazas, pero al menos ya no tenemos una sensación de peligro inminente continuo, como antes. 

Mi madre, Bea, y el doctor Contreras estaban bien, y muy felices de vernos. Con ellos encontramos media docena más de personas, refugiados que se habían ido quedando, en vez de seguir su deambular hacia ninguna parte. Ahora formamos una pequeña comunidad. Creo que reorganizaremos el Pueblo B, que es el más cercano, para poder alojar a más refugiados. En Bilbao las cosas siguen problemáticas, pero por culpa de los humanos, aunque se habla de un ejército de zombis en Derio, donde estaba el cementerio. Al parecer, se ha convertido en un lugar tremendamente peligroso.

Rolando tiene intenciones de ir y venir, como hizo en el comienzo de nuestra aventura. Sé que le necesitan. Los seres humanos, sin consideración de raza, país o religión, necesitan crear una nueva forma de gobierno que, espero, será mejor que la que teníamos. Ha intentado convencerme para que me una a ellos, que viaje con él, que sea parte activa de ese resurgir. Pero... Es que no, no me veo. Concibo el mundo como círculos que se superponen, y prefiero los límites cercanos y conocidos.: mi pareja y mis hijos, mi familia, mis amigos... No me da para nada más. No me gustan las multitudes, no me gustan las generalidades. Prefiero quedarme en mi huerto de Villa A y pasar mis horas hablando con aquellos que de verdad me quieren.

No, mi tiempo de salvar el mundo ya ha terminado. Me quedaré aquí. Pero, incluso así, seré parte de ese nuevo ciclo que empieza. 

Exactamente igual que tú.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Un Domingo en la Raíz del Delirio

La juventud de Baco, William-Adolphe Bouguereau, 1884
Este cuadro expresa bien la idea de lo que quiero contar. Siempre me ha parecido inquietante la alegría, el bullicio aparentemente normal del grupo, que está divirtiéndose sin pausa, indiferente al terror que inspira esa figura central, derrumbada sobre su propia sangre. Que pudiera ser una tela, o vino, claro. Pero pudiera ser sangre, mirada con otros ojos... 

Y, como dicen algunos ¿qué es el vino, sino la sangre de la Madre Tierra?

Si algo he aprendido, es que lo que cuenta es el antes y el después. El instante apenas dura eso, el segundo efímero que se pierde entre los labios, dejando solo ceniza.

Recuerdo haber despertado, volviendo desde un sueño profundo y muy negro. ¿Cómo es posible?, me pregunté. ¿Cómo me quedé dormida? No conseguía recordarlo. Estaba en el elegante salón de mis padres, en Bilbao, sentada en un sillón. Rolando estaba en el otro, frente a mí. Mi madre, en el sofá. Olía a café recién hecho.

Mi padre, de pie, cruzado de brazos, me miraba con reproche.

—Reb —¿Reb? ¿Cuándo me había llamado él Reb, y más por aquella época? Siempre era un Rebeca contundente como un mazazo, seco y formal—. ¿Quieres hacer el favor de atender? Estamos hablando de tu futuro.

—Mi futuro... —¿Tenía un futuro? Aturdida, miré a Rolando, que sonreía, y me di cuenta de que no era Rolando, era Julián. El muchacho rebelde y demasiado joven, demasiado inexperto como para afrontar... en aquel momento no conseguí recordar qué era lo que me atemorizaba. Sabía que había algo, pero... Miré una bombilla. 

Creo que fluctuó. Creo que pensé en centrales energéticas. No entendí a qué venía eso.

—Por supuesto —mi padre suspiró—. La situación es la que es, y no se puede cambiar: esperáis un hijo, y habrá que tomar medidas.

—Señor Goyri... —empezó Rolando, pero mi padre le cortó. Eso sí me sonó plausible, pero no lo que vino a continuación. Era como estar viendo una película conocida, pero con otro doblaje. Me sentía cada vez más asombrada.

—No, Julián, no hay más que discutir —dijo mi padre, con un tono amable que jamás usó Salvador Goyri , y menos con él—. Hubiese preferido que esperaseis un poco, pero...En fin, tal como hemos acordado, os casaréis dentro de un mes. Puedo conseguiros la capilla gótica de Deusto...

—Oh, sí. Es un lugar precioso —suspiró mi madre, que estaba haciendo punto. Jamás la había visto hacer punto.

—Sí, bueno. —El Gran Goyri bufó—. Hubiese preferido la basílica de Begoña, pero me da que será imposible, con tantas prisas. Da igual. Lo que cuenta es solucionarlo.

Julián suspiró con desmayo.

—Pero, señor Goyri, no queremos casarnos por la iglesia...

—Y yo no quiero esta situación, pero me aguanto. Haréis lo que digo. Yo me ocuparé de todos los gastos. Ambos seguiréis estudiando. Irás a la Universidad -—me dijo a mí. Se volvió otra vez hacia Julián—. Y tú, ya puedes irte olvidando de irte a salvar negritos. Solo faltaría. Como si no tuviéramos aquí suficientemente jodida la cosa. Te quedas, y ganas dinero, cuanto más mejor, que tendrás que mantener a tu familia y Rebeca no va a conformarse con cualquier cosa. Está acostumbrada a lo mejor, y tú tendrás que dárselo.

Julián hizo una mueca. Me miró y supe lo que pensaba: aquel hijo era una carga, una cadena que iba a romper por completo todos sus sueños. No era eso lo que quería. No en ese momento, no así.

No puede ser, no puede ser... pensé, angustiada.

Y, entonces, todo volvió a fluctuar.

Julián me miraba sonriendo.

—Jamás he deseado nada tanto, en toda mi vida —aseguró, sonriendo. Se levantó, vino hacia mí y clavó una rodilla en tierra, tomando mi mano—. Casémonos, Reb. Lo demás, son todo tonterías, chiquilladas, absurdos de juventud. Ya va siendo hora de que siente la cabeza. Tengamos ese hijo, tengamos una vida tranquila y feliz. Nada nos perturbará...

Pero, desde su rodilla, se estaba extendiendo una grieta que cortaba el salón de lado a lado. Los extremos se separaron, con un crujido, dejando salir una especie de neblina.

Como en el cuadro, nada varió en los giros de la danza, ninguno pareció darse cuenta: ni Julián, ni mi padre, ni mi madre...

El bucardo, pensé. Estaba atrapada, como él, entre lo real y lo que ya se ha perdido. Estás nadando en la negrura, me dijo una voz, pero entonces no entendí a qué se estaba refiriendo.

Y me vi de pie, junto a la puerta del pasillo, que estaba cerrada., los colores del cristal esmerilado parecían fundirse una y otra vez sobre sí mismos, mostrando distintas formas A un lado, junto a la librería, mi padre y Julián hablaban animadamente porque, lo supe, se llevaban muy bien. La escena resultaría perfecta de no ser porque lo que tejía mi madre era una larga telaraña que se perdía en la oscuridad de la grieta. El tejido estaba tenso, muy tenso, como si algo tirase de él, desde abajo.

En el sillón en el que antes estaba Julián se sentaba ahora Javier. Me sonrió. Del orificio de la bala de su sien fluía continuamente sangre, que caía hasta terminar también en ese abismo.

—Es el sitio de Julián, ya lo sé. Es que no sabía dónde ponerme. Nunca he tenido un lugar propio ¿sabes, cariño?

—Por dios, por dios... —susurré. Mi madre me miró, con ojos oscuros, sin blanco alguno.

—No salgas, Reb. Si sales, lo perderás.

—¿El qué?

—Todo. —Hizo un gesto, a cuanto nos rodeaba—. ¿No te hubiese gustado que fuera de otro modo, tu vida? Pues aquí tienes la oportunidad.

Y volvía a estar sentada en el sillón, y mi padre hablaba de la capilla gótica. Julián reía, Javier servía champán para brindar.

—Para ti solo un poquito, Reb —me dijo. Sirvió apenas un dedo. Cayeron dos gotas de sangre en aquel líquido tan dorado—. ¡No quiero que sufra mi sobrino!

—O sobrina —intervino Julián, feliz. La sangre se diluyó en el champán, desapareció, como si nunca hubiese existido, pero me dio espanto la idea de beberlo.

—No es cierto, no es cierto. —Me levanté.

—¿Qué te pasa? —preguntó mi padre, aunque sonreía. Todos brindaban. La luz de las lámparas provocaba sombras intensas. Sentí que me ahogaba., que me faltaba el aire. Fui hacia la puerta.

—No salgas, Reb —repitió mi madre. Aquí, puedo protegerte. Aquí, puedes conseguir lo que siempre has echado de menos.

Les miré. Mis padres, Javier... Julián, joven, serían míos todos sus momentos, nada de lo ocurrido habría pasado, nada sería como fue.

Y entonces recordé cómo fue. Y que un ser puede tener muchos futuros, y hasta quizá más de un presente, pero un solo pasado.

—No es real —dije. Mi madre me miró con gravedad. Su voz no era la suya. Era la de la mujer de los pirineos.

—¿Y qué es la realidad, Rebeca? Ves los errores porque te resistes. Pero podrías no verlos. Y vivirías cada instante.

—No es real —repetí. Abrí la puerta. Al otro lado, solo había oscuridad.

—Reb —me llamó Julián. Le miré y lo comprendí: era Julián, nunca sería Rolando. Y aunque quise mucho a aquel muchacho, mi obsesión tuvo más que ver con el trauma sufrido con su abandono y todo lo que vino luego, que con el amor. 

De quien realmente me enamoré, tanto tiempo después, fue de Rolando.

Abrí la boca para decir algo, pero las sombras carecían de importancia y la mujer que simulaba ser mi madre entendió perfectamente lo que estaba pensando. Asintió.

Yo atravesé el umbral y sentí la roca helada bajo mi mejilla...

Me había desmayado, tras disparar la bala contra Pabrich. Superada por la tensión, intoxicada por la negrura de la sima, había soñado delirios imposibles, sumiéndome en una especie de coma, según me dijeron. No lo sé, creo que, de verdad, hubiese podido quedarme por siempre en aquel salón...

En todo caso, no duró más que unos minutos. Desperté a tiempo de escuchar las estupideces de ese desconocido, que hablaba de Pabrich como si fuera un arcángel vengador del ser humano, adalid de justicia y bondad. Un hijo de puta con todas las palabras que se había atribuido el derecho de decidir sobre el destino ajeno, eso es lo que era. Como tantos otros. Si leía algo en las almas, se equivocó en lo que debía hacer con esa información. Y vaya, me río de la ironía: el tío viene, porque sabe que "tú eres malo", "tú eres bueno", y se pone a hacer barbaridades que demuestran que él es el peor. Anda ya.

Me olvidé de todos ellos, contenta de poder abrazar a Rolando.

sábado, 12 de noviembre de 2011

El Sábado de la Herida Madre Tierra

Gráfico , combinado a partir de:
CG Jewelry Design,
http://www.alldzine.com
Athènes, Parthénon,
Joëlle Morin
ambas, CC 3.0
—REBECAAAA,  REBECAAAA, NO MATES A ROLANDO…. LA PROFECÍA ES FALSAAAA, NO DISPARESSSS.....

La voz retumbó en la gran sala de Pabrich, sobresaltándome de tal modo que casi presioné el gatillo por su culpa Era Rodrigo, y justo a tiempo. Me volví. Por la galería llegaban Blanca y Rodrigo, cubiertos de tierra, pólvora y sangre, armado él con Espiga de Arroz, que emitía un murmullo sordo, vibrando con hostilidad en la roca que nos rodeaba.

Rodrigo dio un salto asombroso, descolgándose desde la galería hasta la plataforma central, donde peleaban Rolando y Pabrich, observados por los dragones muertos y los sectarios vestidos con túnicas. Allí rugió el León, amenazando a todos los presentes, y lanzó la espada contra el suelo. Como en un remedo de Excalibur, el arma se clavó firmemente en la roca, y emitió un potente brillo que se extendió y se extendió por el lugar, y lo colapsó todo durante unos segundos.

La caverna entera se estremeció a nuestro alrededor. Aquella arquitectura insana y aterradora se quebró en algunos puntos; varias columnas se derrumbaron y arrastraron consigo decenas de formas convulsas. Tanto los vivos como los muertos fueron tragados por la negrura de ese abismo. Ninguno gritaba.

Pabrich soltó a Rolando, miró a Rodrigo y creo que intentó algo con sus dragones muertos, pero lo que fuera no funcionó. Entonces, buscó rápidamente con la mirada y localizó a Blanca. Ella le observaba de frente, pálida, elegante, casi regia. Tan distinta de la Blanca superficial que conocí, pensé. Aquella solo sabía hablar de los colores de la nueva temporada, o de las sandalias que venían para el verano. Pero los ojos de esta Blanca orgullosa y terrible que había regresado de las Tierras de los Muertos habían visto mucho, y se enfrentaba al abismo y a nuestro adversario sin miedo. 

Pero no en vano Pabrich era el Rey. No un demonio cualquiera, no una aterradora criatura de otro mundo, no. Era el Rey, y tenía nombre propio y más recursos que nadie. Sin dudar, alzó la mano hacia ella. Un segundo antes estaba vacía, excepto por la sangre de Rolando, sangre oscura que se deslizaba en gruesas gotas, pero casi sin transición vi un objeto... una pistola, o quizá un cetro extraño. Algo que lanzó un rayo de un blanco intenso, golpeó a Blanca y la dejó paralizada.

Pienso, ahora, que no quería matarla.Quizá seguía con sus planes de someterla y apropiarse de su poder...

Entonces, no me planteé nada, solo observé aterrada cómo Blanca quedaba convertida en una estatua en el tiempo, y cómo los dragones muertos y los hombres de túnica de las plataformas paralelas al escenario central  se lanzaban sobre Rodrigo, con lo que comenzó una lucha en la que no pude centrarme. Porque, Pabrich y Rolando habían vuelto a enfrentarse. Creo que Rolando, al oír también la advertencia, había recuperado algo de esperanza. Ya no se iba a dejar vencer, no se iba a dejar matar por conseguir el objetivo. Ahora quería vivir, y ganar... Y matar

Se enzarzaron en un combate muy cerrado, a mordiscos y golpes, algo brutal y sangriento. Si usaba a Steampunk, podía ocurrir una desgracia. Estaba pensando qué hacer cuando, deslizándose desde lo alto de la columna en la que me apoyaba, gateando hacia abajo de forma aterradora, vi aparecer uno de los dragones muertos. Antes de que me diera tiempo a reaccionar, me golpeó con una garra, lanzándome al suelo y Steampunk se me escapó de entre las manos.

Sentí que iba a desmayarme. ¡Qué dolor! Y entonces algo se estampó contra mi boca, algo con sabor a hierbas podridas, con la textura áspera de cenizas sin tamizar y huesos pulverizados. Aquello se convirtió en una pasta repugnante en mi lengua, entró como polvo por mi nariz, sofocando mis pulmones:  su sabor me invadió, un sabor amargo, muy intenso, que me provocó arcadas y me descompuso el cuerpo. Intenté forcejear, pero me abofetearon otra vez. Al menos, eso sirvió para alejar aquella cosa de mí.

Cuando pude mirar, comprobé que el dragón se había quedado acuclillado en lo alto de la barandilla, oscilando lentamente sobre sus patas, clavados en mí sus ojos muertos. Yo retrocedí arrastrándome  sobre pies y manos como pude, escupiendo, intentando liberarme de aquel espantoso sabor. Y si eso fuera  todo... Noté que aquello que me habían obligado a tragar me robaba las fuerzas, aturdiendo mi mente, ardiendo en mis venas mientras consumía toda energía.

Loa se acercó lentamente. Todavía llevaba un puñado de aquel compuesto de hierbas y otras cosas en la mano. Miró a lo lejos, a Blanca, asegurándose de que seguía inmóvil, se inclinó y recogió a Steampunk.

—Está claro que, si quieres que las cosas salgan bien, tienes que hacerlas tú mismo —me dijo, y sonrió—. Vamos, Rebeca, suplica. Quiero oírte suplicar.

—Tú... Tú lo sabías...

No tuve que explicar más. Loa asintió.

—Claro que sí. Ese pobre tonto de Andy puso un mensaje en su blog. Intentó avisarte de que la profecía era falsa. Ahora está muerto. No podía permitirlo. Rolando tiene que morir. —Se recolocó las gafas—. Lo sabes tan bien como yo, mientras él viva, me tiene dominado y puede condenarme a una eternidad de dolor. —Ajustó Steampunk para un disparo—.  Pero, tú... —Sus pupilas parecieron reforzar su presión—. Si suplicas, si eres lo bastante lista como para arrastrarte hasta mí, quizá me lo piense. Te contaré un secreto: no me divertiría tanto la victoria si estuvieras muerta. No ahora, al menos. No hay prisa, no es necesario adelantar acontecimientos. —Me pateó, lanzándome hacia un lado—. Tienes un par de segundos para pensártelo. Antes tengo que matar a una criatura estúpida que realmente se ha creído lo bastante poderosa como para convertirme en su esclavo. —Hizo un gesto hacia el dragón muerto, para que me vigilase, y se dirigió a la balconada.

Iba a usar Steampunk con Rolando.

Y, yo, realmente, ni lo pensé. Actué, sin más. Levanté una mano y lancé una descarga de energía contra el dragón, para quitármelo de encima, y luego otra más fuerte hacia la espalda de Loa. Le golpeó de lleno, brutalmente, y lo impulsó hacia delante, hasta darse de bruces con la barandilla. Sus protecciones mágicas le salvaron la vida, pero no impidieron que Steampunk se le escapase de entre los dedos, y cayó al abismo.

Yo me quedé totalmente agotada. Aquellas hierbas me habían anulado y había gastado unas reservas con las que no sabía que contaba. Recuerdo ver el rostro de Loa, girando hacia mí con expresión asesina. Recuerdo que toda su cabeza estaba enmarcada en las explosiones de luz que provocaba el combate de Rolando y Pabrich, allá en su escenario de muerte.

Recuerdo que pensé que era el final...

Y, entonces...

No sé cómo explicarlo. Todo a nuestro alrededor vibró, como el anuncio de un terremoto, uno violento y salvaje. El temblor aumentó y aumentó, convirtiendo en ridículo el que provocó antes Espiga de Arroz. Más columnas cayeron, y toda una sección de la galería en la que nos encontrábamos se vino abajo. La zona en la que estábamos nosotros se inclinó peligrosamente.

Loa puso cara de sorpresa, pero solo duró un segundo. Luego, se derrumbó sobre sí mismo, disolviéndose en una miriada de puntitos oscuros, como si no hubiese sido más que una estatua de arena negra o alguna clase de polvo de huesos podridos como el que me había hecho tragar. Para cuando algunas de esas partículas cayeron al suelo, la mayor parte habían sido arrastradas por la fría brisa de la galería, hacia el abismo. El destino que correspondía a su negra alma.

Me levanté como pude y me asomé. Al otro lado de la oscuridad, la lucha proseguía. Tanto Rolando como Pabrich estaban agotados, pero no querían rendirse. Rodrigo había masacrado decenas de dragones muertos, y de hombres de túnicas blancas y rojas. Los giros de los cuerpos y las armas eran tan rápidos, había tanta sangre en el aire, que daba la impresión de formar todo parte de un bordado escarlata, frágil y exquisito. Me recordó el Patrón. Supe que aquel lugar se estaba cargando de magia.

Entonces, como en una nebulosa que cambiaba continuamente entre la oscuridad y la piedra pulverizada, vi el bucardo de los Pirineos, y la grieta, que rezumaba sangre a impulsos de un violento latido. Vi la mujer de los enigmas, que me dijo: "Es el dolor de la Madre Tierra". Y no sé qué me impulsó, pero me alcé sobre las puntas de los pies, cerré los ojos, abriéndome a la fuerza inmensa que me rodeaba, vaciándome hasta convertirme en un instrumento, un canal: y, entre mis dedos, surgió una esfera mágica, un punto luminoso, intenso.

No lo dudé, porque no era yo quien decidía: lo lancé hacia el abismo.

Allí estaba, Steampunk, apoyado de forma inestable en un trozo de columna que había caído con el primer temblor, el provocado por Espiga de Arroz. Y si algo podía acabar con Pabrich en esos momentos, era esa arma tan destructiva. Al menos, a mí no se me ocurría nada más, y lo que fuera que me había guiado hasta él me había abandonado de nuevo a mi suerte. Rápidamente, me descolgué por la barandilla, descendí agarrándome a las protuberancias de la pared de roca. Nunca he sido buena escalando, pero no era mucha la distancia. 

La negrura me tragó. No puedo explicar eso, no quiero hablar de ello, al menos no ahora... De no ser por el destello que me había regalado esa fuerza inmensa, me hubiese perdido en un espacio sin confines, sin un arriba o un abajo. Pero la luz me guió, titilando suavemente. Conseguí alcanzar el arma, me la colgué en bandolera y volví a subir.

Creo que fue justo a tiempo. Pabrich y Rolando podían ser seres eternos y, por tanto, capaces de combates eternos; pero Rodrigo no, ni Blanca, que se había unido también a la lucha y le estaba ayudando. Ambos estaban en medio de un caos de carnes rotas y miembros amputados, y sangraban y parecían cerca del agotamiento total.

Alcé a Steampunk. Apunté a Pabric, cuidadosamente.

Y, esta vez, disparé.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Aquel Viernes en la Oscuridad del Mundo...

Pues ahora no recuerdo de quién es este cuadro... lo pondré en cuanto pueda.
Eso sí, como todos los usados, es de dominio público.

Adela dice en su blog que ya todo ha terminado, y es cierto. Que algunos hemos sobrevivido... eso, no sé hasta qué punto es verdad. Ha sido una batalla larga, en la que no se distinguían  realmente los vivos de los muertos, todo convertido en una marea de cuerpos sangrando y cayendo, una masa de carne estremecida. Loa decía que la línea entre mundos era más tenue que nunca...

Mientras Adela combatía en tierra y Blanca reinaba en el aire, nosotros nos deslizamos en las entrañas del mundo. Son oscuras, y frías, créeme. Aunque, bueno, la oscuridad y el frío ya se sentían desde la distancia, cuando contemplé por primera vez esa imponente construcción que se estaba erigiendo Pabrich. Me hizo pensar en los antiguos faraones (tantas cosas que aprendí de Javier...), esos seres supremos, dioses encarnados, vínculos entre lo divino y lo humano. Solo alguien con el ego de un dios puede concebir una fortaleza como esa, una auténtica ciudadela de dimensiones aterradoras, incrustándose siempre hacia abajo, alzándose siempre hacia arriba. Sus formas eran repugnantes y extrañas ya por fuera. Por dentro...

Pensé en el Patrón. Pensé en la magia retorciendo la materia, en poderes extraños a este mundo, quizá a esta realidad, quebrándola como cristal fino...

No había ninguna uniformidad, ningún orden, en aquel interior de roca desgarrada. Todo era caos. En las zonas más trabajadas por los esclavos, los pasillos eran  o estrechos, o inmensamente anchos; eran líneas rectas o formaban espirales. Había escaleras descendiendo abruptamente a la negrura, o rampas tan imperceptibles que ni te dabas cuenta de que aquella inmensa cosa te estaba devorando.

Abajo, abajo... Intentábamos pasar desapercibidos, pero no siempre era posible. Ya desde el primer nivel nos tropezamos con alguna que otra patrulla de dragones, zombis, y también guardias humanos, sectarios hijos de la gran puta dispuestos a vender a su propia especie a cambio de seguir con vida. Rolando era muy poderoso y Loa tenía sus recursos, y yo poseo un poder muy útil, además del Nuiz que heredé de Rolando, pero cada combate nos debilitaba, y los encuentros a veces se alargaban demasiado. Me hirieron, pero Loa me curó. Hirieron a Loa, pero Rolando le hizo algo que le arrancó grandes alaridos, pero paró la hemorragia.

Rolando no parecía notar nada, no se cansaba, no aminoraba el paso. Caminaba el primero, a buena velocidad, indicando el camino. Loa le seguía como el perro fiel que era. Y yo iba la última, remoloneando, tropezando conmigo misma, agobiada por el peso de Steampunk y por la certidumbre de que iba a tener que hacer lo que de ningún modo hubiese creído posible. 

Rolando había evitado el tema durante los últimos días. De hecho, me cortaba cada vez que intentaba discutir, hacerle razonar. A esas alturas, le hubiese pegado con gusto, porque yo me encontraba al borde del colapso, pero él manifestaba una seguridad y una claridad de mente envidiables. Supongo que, por mucho que me negara a verlo, ya había pasado el tiempo de las discusiones y las palabras, y los argumentos y las súplicas. Yo sabía lo que él esperaba de mí, y me sentía atrapada entre el deseo de tenerle y el miedo a decepcionarle. No podía imaginar un mundo en el que me odiase; y, mientras contemplaba su espalda, su silueta avanzando decidida, supe que si no le obedecía en eso, viviera o muriese, nada volvería a ser lo mismo.

La opción, me di cuenta, era vivir con su rechazo o con su recuerdo. 

—No llores, ma putain —me susurró Loa, reteniéndome un segundo en lo alto de una escalera, para que Rolando no le oyese—. El amo me ha dicho que, cuando haya muerto, cuando le hayas reventado ese alma maldita que le permite seguir en este mundo, te saque de aquí sana y salva. Que entonces seré libre. Por completo. Estaremos solos, tú y yo—Sus ojos atraparon el reflejo de unas antorchas. Me dio miedo—. Qué bien, ¿verdad?

Me solté de un tirón y corrí para reunirme con Rolando. No supe si él se había dado cuenta y opté por no mencionarlo. No era el momento. Estábamos acercándonos a Pabrich. Una frase maravillosa que implicaba estar en un trayecto, pero sin llegar al destino. Ojalá hubiésemos podido seguir bajando y bajando hasta caer por el otro lado del planeta. Fueron muchas horas, muchas, mientras arriba unos preparaban el combate en tierra y otros en el aire. Yo perdí la noción del tiempo y simplemente avanzaba dando tumbos, helada por dentro.

Incluso tuvimos que parar a descansar, agotados de caminar y luchar. Rolando no era humano, pero nosotros sí. Con Nuiz, con magia, pero humanos. Y habíamos caminado hasta el agotamiento, habíamos luchado una y otra vez, abriéndonos paso por la fuerza, habíamos recibido golpes y heridas... No nos teníamos en pie. Mientras Rolando hacía guardia, nos escondimos en un pequeño almacén y dormimos un par de horas.

Fue entonces cuando Loa me pidió el portátil. Lo había hecho otras veces, consulta cosas, como yo, hay mucha temática de vudú y creo también que accede a algún sitio privado, donde seguro que tiene archivos de magia y recetarios vudú variados. "Zombi al instante: cójase un cuerpo humano debidamente muerto, un poco de perejil, una pizca de canela y dos ramas de laurel. Salpimentar con el cántico "ale, ale" y bailar alrededor tres veces. Agítese antes de usarlo"

Pero, bueno, como yo guardo como oro en paño este blog (espero que ya solo Grecia lo siga leyendo, quizá Blanca, no sé si Adela...), puedo entender que uno quiera tener sus secretos y su privacidad; además, la primera vez se lo comenté a Rolando y él me dijo que no me preocupase, que Loa estaba convenientemente atado. Así que, como siempre, le dejé el ordenador. Y entonces no le di importancia, pero ahora entiendo la expresión de su rostro. Desconcertado. Esperanzado. Malévolo. 

Pero entonces lo atribuí a la contrariedad:

—No hay conexión —me dijo, al devolvérmelo. Comprobé que, efectivamente, algo le había pasado al maldito chisme, pero no fui más allá de maldecir la técnica en general y al inventor de las conexiones en particular, que vete a saber quién fue o si fue uno solo, ni idea. Rolando entró entonces, riñéndonos agriamente por el retraso, y me dio tanta rabia, con tanta angustia que estaba pasando por él, que metí el portátil en su funda y me olvidé por completo del asunto. Ya lo arreglarían Jon o Enrique, a nuestro regreso, me dije. Ellos entendían de esas cosas.

Y seguimos bajando y bajando, y pensé de verdad que estábamos atrapados en un descenso eterno.

Pero, no.

Casi por sorpresa dimos a una especie de galería que rodeaba una sala inmensa, con grandes plataformas circulares sostenidas por columnas sobre un abismo insondable. Allí, la geometría parecía haber enloquecido por completo: las líneas rectas se retorcían, los ángulos parecían crujir, como si intentaran cambiar de forma, forzándose a posiciones imposibles. La luz era roja, una luz hecha de magia residual, dijo Rolando, como heces de mil magias prohibidas. Las sombras, densas, pesadas, se agarraban a los bordes y se deslizaban por voluntad por los frisos que unían las columnas; había figuras allí, formas compulsivas cambiando continuamente, revelando una historia atroz. No me atreví a mirarlas más que un momento.

Más o menos, esa sala inmensa y extraña. Lo he hecho yo, sí,
entremezclando mil cosas con el photoshop
Por todo el lugar se veía hombres cubiertos con capas, blancas unos, rojas otros. Y, detrás, rodeándolo todo en un semicírculo pavoroso, capaz de amedrentar incluso a los trescientos de las Termópilas, una línea de dragones, Monoi mutados, pero también muertos. Zombis.

Cuerpos grises, pieles cenicientas, cruzadas por mil venas que más que eso parecían grietas y, total, estaban igualmente vacías...

—¿Podrás dominarlos? —pregunté a Loa. No me contestó. Parecía preocupado.

Se oía algo, un rugido de viento o de agua, pensé al principio, mientras nos acercábamos. Pero no, era un cántico, un coro de voces que emitía aquel ejército inmenso, marcando tonos graves que se entremezclaban y chocaban unos contra otras. A medida que descendíamos eran más fuertes. Me dolía la cabeza. Vi que Loa sangraba por los oídos antes de sentir yo misma el calor húmedo deslizándose hacia mi cuello. Me detuve y me toqué, y retiré los dedos manchados de sangre.

—Resistiréis —me dijo Rolando, al verlo. Sus oídos no sangraban. No me sorprendió. No era humano.

Al fondo, al otro lado de la sala inmensa y aterradora, había unas grandes puertas. Y, mientras observábamos, se abrieron y vimos una figura, envuelta en el destello de mil hechizos. Era hermoso y terrible. Me recordó ese Demon sugerente y perfecto de Zichy que os añado a la izquierda. No sé, supongo que, cuando la belleza consigue dar miedo, es que está teniendo lugar algo realmente contra-natura.

Demon
Mihály Zichy, 1878
Pabrich, supe, sin necesidad de que nadie lo dijera.

La sensación de poder, inmenso, brutal, lo sacudió todo. Su figura era quizá hasta minúscula comparada con la enormidad de su obra, pero el poder que proyectaba tenía un tacto casi físico, tocaba, ahogaba, imponía; ocupaba aquel espacio inmenso y más. Casi temí que nos aplastara contra las paredes, como si no fuésemos más que insectos.

—Quédate aquí —me ordenó Rolando. Señaló un punto, con el dedo—. Es una buena posición, puedes disparar desde ahí, apóyate en la columna. Que no te vean antes de tiempo. Yo voy a la plataforma —Miró a Loa—. Recuerda lo que te dije.

—Lo haré, amo —replicó Loa, sumiso como siempre. No parpadeó—. Muere tranquilo. La sacaré con vida de aquí. 

Maldito Loa. Retorcido y traidor. Ni siquiera su expresión revelaba nada cuando le observó marchar. Pensé que eso iba a ser todo, pero Rolando se volvió de pronto, regresó hacia mí y me besó. 

—No me falles, Reb, no me falles... —me súplicó. "Mátame", decían esas palabras. Y era yo la que estaba muriendo. Creo que sollocé y que por eso me soltó bruscamente y se marchó.

De reojo capté la sonrisa malvada de Loa. Hubo algo en ella que me llenó de inquietud. Fue como si él supiera algo que nosotros no sabíamos, como si viese la situación desde una posición  más ventajosa. No podía tener nada que ver con el hecho de que, una vez fuera y viva, una vez cumplido el mandato, más me valía tener mucho cuidado con él. Eso, ambos lo sabíamos, seguro que intentaba matarme. Loa era un hombre de rencores intensos y firmes. Tenía los huesos empapados en odio.

Pero no le concedí más atención. Me subí a una balaustrada, donde me había indicado Rolando, preparé a Steampunk y observé con cuidado el lugar. 

Pabrich seguía con sus conjuros. Estaba marcando algo en el suelo, parecía un dibujo, algo semejante a un vevé vudú. A su alrededor, los encapuchados oscilaban sobre sus pies, sus ropas formaban un oleaje, el cántico se hacía más firme. Los hombres vestidos con túnicas blancas avanzaron un paso y se arrodillaron, echando la cabeza para atrás, dejando expuesto su cuello. Los hombres de las túnicas rojas los degollaron, sin prisa, sin perder el ritmo, el maldito ritmo que todo lo alteraba.

Sssssuuummm... se sintió. La sangre borbotaba sobre las túnicas blancas, tiñéndolas también de rojo.  Caía a chorros sobre la roca, donde se deslizaba en largas cintas rojas, hasta unirse al dibujo de Pabrich. Los dragones zombi iban cogiendo los cuerpos sin ningún cuidado y los arrojaban por el borde de la plataforma, al abismo sin fondo que parecía desear devorarlo todo. Cuando no quedó ninguno, entró por la puerta otra remesa de hombres con túnicas blancas. ¿Esclavos? ¿Iluminados como Popov, dispuestos a dar estúpidamente la vida por algo sin mayor sentido? A saber...

—Ahí está el amo —me avisó Loa. Rolando saltó, descolgándose con agilidad increíble desde la balaustrada, rodó por una de las plataformas laterales y se puso en pie de un salto, creando una onda expansiva que lanzó a los encapuchados más cercanos a un lado, dejándole espacio. Luego, sin transición, lanzó un poderoso ataque arcano hacia Pabrich. Sus ojos brillaban ,con un escarlata intenso, en la penumbra de rasgos que era su rostro. Pensé, desolada, que encajaba mejor en aquel sitio que con nosotros. Conmigo.

La magia crepitó en aquella luminosidad forjada con magias muertas. Estremeció las sombras nacidas del abismo. Los dragones ni siquiera titubearon, quizá porque no tenían voluntad propia y Pabrich. no recurrió a ellos. El cántico se detuvo un instante, como desconcertado, y comenzó de nuevo, más grave, más frenético.

—Hazlo —dijo Loa, a mi lado. Sonó estremecido, luchaba por contener un grito de dolor. Ahora también sangrábamos por la nariz.

Abajo, Pabrich aguantó el golpe con esfuerzo pero en pie, pareció coger algo en el aire y tiró bruscamente. Rolando fue lanzado hacia delante como si tiraran de él con una cuerda, cayó de bruces en el suelo y recorrió varios metros, hasta encontrarse a los pies de aquella criatura. Pabrich alzó una pierna y trató de pisarlo, pero Rolando giró, alejándose rodando. 

Dante et Virgille en Enfer
William-Adolphe Bouguereau
, 1850
La sala entera se estremeció cuando Pabrich golpeó el suelo, destrozando la piedra, hundiendo el pie hasta el tobillo, marcando su huella profundamente. Los dragones zombificados que le rodeaban rugieron en distintas voces, uniéndose al cántico. La tensión que creaba aumentó y aumentó. Creí que convertiría en pulpa mi cerebro, que saldría a presión por mis orejas.

Golpes, golpes, de Rolando y de Pabrich, peleando de forma salvaje, intercalando fuerza bruta con ataques mágicos. Tuve un atisbo de esperanza. Parecía que, al menos, sus fuerzas estaban equilibradas, que Rolando no tenía por qué morir esa noche, que teníamos una oportunidad.
Entonces, Pabrich cogió a Rolando por una muñeca, se la retorció, obligándole a caer de rodillas y retorcerse hacia atrás, y le clavó los dientes en el cuello, de un modo que me hizo recordar ese cuadro que añado, de Bouguereau. 

La sangre salpicó. Sangre de demonio, más oscura, más densa, que fluye por causas distintas...

—¡Hazlo! —gritó Loa a mi lado—. ¡Ahora, vamos!

Alcé a Steampunk. Les observé por la mirilla, centré el tiro en Rolando.

Apoyé el dedo en el gatillo, empecé a presionarlo...

viernes, 28 de octubre de 2011

Ese Jueves se Escuchó la Profecía

An Appeal for Mercy,  Marcus Stone, 1793
Este cuadro me recuerda lo que ha sido mi relación con Rolando. Él a lo suyo, atento a los detalles importantes, la salvación del mundo, la protección de tantas cosas vitales... y yo detrás, centrada en él, sin importarme nada, a veces ni siquiera mi propia dignidad.

Así ha sido siempre, desde que ocurrió aquello y algo se rompió en mi interior. Así ha sido hasta ahora.

No voy a poder hacerlo...

Hemos pasado días muy duros atrapados en la cueva, temiendo que esos malditos consiguiesen entrar y nos capturasen. Al menos, Loa ha podido controlar parcialmente los muertos vivientes que habían puesto a desescombrar, dando tiempo a los nuestros a llegar al rescate.

He estado a punto de morir. Yo lo sé y Loa también lo sabe. Me curó la bala pero mi cuerpo había perdido mucha sangre y aquí no teníamos agua. Quizá Rolando hubiese podido hacer algo, pero se ha mantenido apartado mucho tiempo, en una especie de oquedad que formaba la propia caverna. Allí, clavó profundamente los puños en la roca, cerró los ojos y se concentró. No sé si ha estado en comunión con el mundo, o si le ha estado arrancando poder por la fuerza. He supuesto que era su forma de nutrirse, de mantenerse fuerte. No se ha movido hasta que han entrado Rodrigo y Adela...

Loa y yo no hemos tenido tanta suerte. La comida no era realmente un problema, aunque hemos pasado hambre. Pero, el agua... Ahí sí que hemos sufrido. Hemos tenido que racionar lo que quedaba hasta convertirlo en mínimos sorbos que más que saciar atormentaban. Y yo, con la pérdida de sangre, he pasado más tiempo entre delirios que despierta.

Una vez, creí haber muerto. Quizá ocurrió, o estuve en la línea, justo en el trance. Abrí como pude los ojos y vi a Loa, inclinado sobre mí. Mi cuerpo se alzó hacia él, anhelando su toque. Me sentí ingrávida, etérea. Sonrió:

—Vamos, Rebeca, no puedes morirte —me dijo—. No ahora. ¿No lo ves? Piénsalo: si dejas de luchar, si mueres, reanimaré tu cuerpo, te convertiré en una zorra complaciente que se desvivirá por dejarme satisfecho y, además, me alimentaré de ti. Tengo mucha hambre y pocos escrúpulos, y hay partes de tu cuerpo que no son imprescindibles para pasar un buen rato —sentí una mano en mi pierna, ascendiendo por el muslo.  Conseguí reunir fuerzas suficientes y lo aparté de un golpe. Se rio—. Así, ma putain, sigue luchando. Vive.

 No sé si era su intención, no sé por qué lo ha hecho, pero aquello sin duda me dio fuerzas. Quizá hasta le debo el haber salido con vida de la cueva.

Pero, por todo esto, hasta ayer no pude leer las entradas de Blanca, lo ocurrido con Hidalgo Cinis, lo que le está pasando a Adela y Brau. Qué semana más tormentosa... Siento que vamos hacia un desenlace, una catarsis en la que quizá el mundo pueda limpiarse de tanta oscuridad y miedo... Pero no lo creo.

Yo, desde luego, tengo la sensación de estar rodando sin control hacia la más completa oscuridad.

Estas son las Últimas Profecías de Hidalgo Cinis. Las he tomado del Blog de Andy. Hidalgo murió tras pronunciarlas, tras clavarse en el estómago la espada de Rodrigo, esa que tiene nombre, como todas las armas realmente infames. Espiga de Arroz...

Primera Profecía de Hidalgo Cinis:
"EL AZUL QUE HA VENIDO DEL INFIERNO DEBE MORIR 
PARA SER LA PUERTA Y QUE EL ROJO VUELVE AL INFIERNO".
 
 Segunda Profecía de Hidalgo Cinis:
"LOS DIFUNTOS LUCHARÁN Y GANARÁN, 
PERO TENDRÁN QUE IRSE. 
LOS MUERTOS LUCHARÁN Y PERDERÁN, 
PERO SE QUEDARÁN PARA SIEMPRE".

Tercera Profecía de Hidalgo Cinis:
"EL LEÓN IRACUNDO TOMARÁ EL PODER 
PARA QUE EL CORDERO ENLOQUECIDO NO LO PIERDA NUNCA MÁS".


—¿Entiendes lo que implica la Primera Profecía, Rebeca? —me preguntó Rolando, esta madrugada. Yo negué con la cabeza, aterida de frío. Es que me ha despertado poco antes del amanecer y me ha llevado sin más que una camiseta a una zona apartada del campamento, en un recodo en la ladera de la montaña. Los vigías nos han visto pero nos han dejado pasar. Todo el mundo conoce al Demonio Rolando. A mí, no sé. 

—No. Solo son bobadas, los delirios de un loco —aduje, testaruda. Él frunció el ceño y me la volvió a recitar: 

Primera Profecía de Hidalgo Cinis:
"EL AZUL QUE HA VENIDO DEL INFIERNO DEBE MORIR 
PARA SER LA PUERTA Y QUE EL ROJO VUELVE AL INFIERNO".
 
No sé, no sé, repetía mi mente. Pero claro que lo entendía. Esa Primera Profecía me partía por la mitad, como un rayo caído del cielo. Quemando, cortando, destruyendo...

—¿Recuerdas mi alias? —siguió entonces—. Rolando Azul. Yo soy el Azul que se menciona en esas palabras, y tú sabes bien qué debe ocurrir. —Intenté irme, pero me sujetó contra la pared de la montaña—. No. Ni hablar. Esta vez no puedes esconderte. Escucha: te necesito, Rebeca, no puedes fallarme en esto. No me fío de nadie más.

—¿Y qué quieres que haga?

—Que me cubras. Que te asegures de que la profecía se cumple.

—No es necesario. Puedes matarlo, mátalo.

—No. ¿No te das cuenta? Si debo morir para ser una puerta, y hacer así que él vuelva al infierno, entonces es que no puedo vencerlo. ¿No lo entiendes, Rebeca? No se dice "El Azul matará al Rojo", no, se dice "El Azul morirá y así y solo así, el Rojo volverá al infierno".

—Nada está escrito. Cambia el destino.

—Bonita teoría, mi amor. Pena que no sea momento de entrar en cuestiones filosóficas. Está dicho y es así: yo lo creo, por completo. Y seguro que el Rojo también. Seguro que lo sabe, que lo tiene en mente. ¿Qué crees que hará? —titubeé—. ¿Por qué crees que me está buscando? ¿Crees que me matará? ¿Crees que permitirá que muera? ¿Que me permitirá vivir?

—Quizá esa sea nuestra oportunidad. Quizá te deje...

—¡Reb! —se contuvo casi a continuación, lamentando el arrebato de furia—. Me atará. Podía habernos matado ahí, haber hundido la maldita montaña sobre nosotros. Pero me necesita vivo. No quiere matarme: me atará. ¿Recuerdas a Popov? Agonizó durante lo que le parecieron milenios y crees que eso fue todo, pero no es cierto, aún sigue agonizando. Lo tengo atado con un nudo de dolor y jamás lo liberaré. Loa lo sabe, por eso vive aterrado, teme que le haga lo mismo. Por eso ahora tengo tanto miedo por mí. ¿Quieres que El Rey haga eso conmigo? Si no puedo ganarle,  y está claro que no puedo, me sujetará y me atará a una agonía eterna. Conquistará el mundo y os destruirá y seguirá torturándome, porque puede hacerlo y porque no hacerlo sería su condenación.

—Podríamos irnos...

—No seas niña. Sabes que no es cierto - me cogió por la barbilla—. Reb, sé que te fallé, hace mucho. Dejé que el tiempo pasara, no pensé en las consecuencias, no pensé que me esperarías. No pensé tantas cosas, y luego ya fue tan tarde... Pero ahora, te pido que tú no me falles a mí. Voy a enfrentarme a esa criatura y voy a morir. Te pido un poco de misericordia. Tienes a Steampunk. Házmelo fácil.

Luego me besó y lo que allí sucedió no es cosa que quiera comentar. Solo diré que arrasó mi cuerpo y mi alma, y que me dejó el sabor de una despedida.

Debería... no sé, supongo que debería sentir la muerte de Hidalgo Cinis. Sé bien cuánto sufrió en vida, sé bien el inmenso sacrificio que ha hecho. Pero, en mi fuero interior, ese rincón egoísta y extraño que ocupa el sitio donde debería tener un corazón, no puedo por menos de maldecirlo de continuo. ¿Qué lamento? Que no muriera antes, que no se ahogase en su propia sangre, antes de pronunciar esas palabras. Maldito sea. 

Pronto partiremos para la fortaleza del Rey.

Ya sé que tengo que hacerlo, ya sé que debo aceptarlo.

Pero no sé si voy a poder.

domingo, 23 de octubre de 2011

Viernes de Cueva Profunda

Cave of the Storm Nymphs
Edward John Poynter, 1903
Siempre me ha gustado este cuadro
y, ya que va de cuevas la cosa,
lo meto por si mañana no soy capaz
ya de añadir ninguna entrada...
¿Podéis leerme? ¿Alguien me lee? No sé, el ordenador hace cosas raras. Primero se me ha caído al suelo, vaya mierda, es nuevo y ya la he pifiado. Luego, Rolando me lo ha quitado y ha estado trasteando, intentando comunicar nuestra posición a Hidalgocinis y cuando me lo ha devuelto estaba muy caliente, se ha colgado de mala manera y me ha costado que volviese a arrancar. Ahora salen ventanas de error cada dos por tres.

Estamos atrapados en una cueva, en las afueras de Berlín.

Tras varios días de calma aparente, desesperante, en los que Rolando se ha dedicado a estudiar la situación y a esperar el momento más adecuado para iniciar su ofensiva, uno de los nuevos acólitos nos aseguró que conocía una entrada a la fortaleza, una larga estructura de túneles y cuevas que conectaban unas minas con la base del Rey.

El hombre, le llamaré Otto por conveniencia, ya que no consigo recordar cuál era su nombre, parecía de fiar. Tenía un amigo, del que dijo que había sido su compañero de trabajo en un periódico del país. Pongamos, Erik. ¿Queréis mi opinión? Otto y Erik eran algo más que amigos. Pero, se trataba de un asunto  privado y no lo mostraban en público.

Quizá esa reserva se debiera a que Otto también tenía una hija de quince años, de ella sí que recuerdo el nombre. Se llama Elsa, una monada de niña, alta y esbelta, rubita y de ojos azules, el ideal ario, vamos. Los tres hablaban bastante bien el inglés, así que nos entendemos, aunque el que más se entiende es Jon. Está que se le salen los ojos de las órbitas cada vez que Elsa pasa por delante. No me he inmiscuido, me alegro de que por fin vaya olvidando a Rosa María. Solo espero que no se compliquen más las cosas.

Rolando decidió que Otto merecía nuestra confianza. Tras interrogarle durante horas en su azotea, no detectó mentira alguna en él, me dijo, así que no tenía mayor sentido demorar más la misión, la infiltración en la base del Rey. Aparte de haberse preparado un cuchillo, calentando uno con los carbones blancos de su brasero y grabándolo con distintas runas, Rolando no tiene realmente una idea clara de lo que vamos a hacer, pero sabe que hay que llegar al Rey y matarlo de alguna manera.

A mí, como plan, me vale. A Loa, no.

—Va a arrastrarnos al desastre —me susurró una mañana. Yo estaba sentada en el comedor del hotel, desayunando sola. No suele acercarse a mí, ni suele hablarme, así que imaginé que estaba realmente aterrado. Le miré intentando no mostrar ninguna expresión—. Habla con él, intenta disuadirle.

Me puse en pie.

—Tú ya estás muerto —le dije. No sé cuándo me volví tan rencorosa y fría. A veces, no me reconozco. Me oía decir aquellas cosas, y sentía placer al pronunciarlas, pero me escuchaba como si fuese otra persona—. En cuanto esto termine, Rolando te ejecutará como hizo con Popov. Estarás arrodillado y vencido y te sacrificará como un animal en el matadero, alargando interminablemente tu agonía. Y yo sostendré un cáliz bajo tu rostro, escuchando tus gritos, y beberé tu sangre.

Loa me miró con odio, pero también con miedo. Me fui satisfecha.

Así, el anochecer del viernes quedamos con Otto en un punto en el bosque, cerca de la mina. Fuimos Rolando, Loa y yo, en un coche robado que abandonamos a cosa de un kilómetro de la cita, para evitar que, si nos topábamos con alguna patrulla, oyeran el motor o surgiera cualquier otro problema. Nos constaba que había patrullas de Dragones del Rey por la zona, vigilando los alrededores de la fortaleza en varios kilómetros, mejor no arriesgar.

Rolando y Loa se armaron con espadas, cuchillos y las pistolas. Yo me he traído también a Steampunk. Hace mucho que no lo sacaba, porque, claro, siempre me digo que para qué: solo tengo una bala. Pero, es la única arma con la que podría realmente hacerle daño al Rey, quizá no matarle, claro, porque ni sé los tiros que necesité para el Amo de los Edterran. Pero, quizá sí pueda ayudar a herirle, dar una oportunidad a otros en el combate, a Rolando o incluso a Loa.

Cuando llegamos, Otto estaba muerto. Pensamos lo mismo de Erik, porque lo encontramos tirado a su lado, medio desnudo, con una herida en la cabeza, pero gimió cuando comprobamos su pulso, aún estaba vivo. Loa usó sus poderes curativos y conseguimos despertarlo.

Al parecer se habían encontrado con una banda de salteadores humanos, hay muchas por los alrededores de la ciudad, como las habían en Bilbao. Les quitaron las cosas de valor, las linternas, las armas, y las ropas, sobre todo los zapatos. Luego la emprendieron a golpes con ellos, hasta darlos por muertos. Según nos contaba lo ocurrido, he recordado aquel hombre gordo que me asaltó, el que se llevó Popov y sacrificó al Edterran. Qué de cosas han pasado desde entonces. Tengo la sensación de que haya transcurrido toda una vida. O varias.

—Será mejor que volvamos a la ciudad —dijo Loa. Era lo más prudente, desde luego—. Si nos descubren...

—Pero, ya que estamos aquí, yo puedo conduciros al túnel de entrada —propuso Erik, algo ansioso—. No está lejos. Conozco la zona tan bien como la conocía Otto...

Finalmente, decidimos seguir. Bueno, para ser exactos, fue Rolando el que nos ordenó continuar, tras meditarlo unos momentos a solas. Le vi mirar su cuchillo, clavarlo en el suelo. Las runas grabadas en su hoja lanzaron un destello que quemó la hierba, al consumirla.

Había que continuar. Así que vinimos y nos sumergimos en este lugar profundo y húmedo, un hueco en el mundo relleno de negrura. Desde su entrada, la cueva era más estrecha de lo que había imaginado, apenas un agujero oculto entre matorrales que se estrechaba más hasta convertirse en una cimbre tortuosa que se extendía durante más de un centenar de metros.

—¿No era una mina? —pregunté sorprendida, al recordarlo, pero Erik iba delante y no me contestó. Rolando sí se detuvo y me miró de reojo—. Imaginaba algo muy amplio. No sé, estamos en Berlín. En  mi tierra, en Gallarta, hay gigantescos túneles, entran camiones y...

—Silencio —ordenó Loa. Me callé porque había puesto cara de intentar escuchar realmente algo—. Silencio... ¿No oís?

No se oía nada... o no sé, igual sí... No contestamos, pero creo que todos tuvieron el mismo sobresalto amedrentado que yo. Bueno, quizá no todos. Quién puede decir lo que siente o piensa el impasible Rolando de hoy en día...

Justo en ese momento desembocamos en una cueva. No tendría más de veinte metros pero en comparación con el pasillo que acabábamos de recorrer, me pareció inmensa. Deslizamos las luces de las linternas por sus paredes deformes. Desconcertados, comprobamos que no parecía tener más salidas. Erik titubeó.

—Dadme un segundo, ahora vuelvo —Empezó a recular, de nuevo hacia el túnel—. Voy a revisar bien el exterior. Hay muchas entradas a las cuevas por la zona. Quizá me equivoqué de galería —pero, cuando iba a salir, Rolando le cerró el paso.

—¿Acaso no nos aseguraste que conocías el sitio perfectamente?

—Todas las cuevas se parecen... —Erik había empezado a sudar—. Y es de noche. Me he confundido.

—Mientes. —Rolando entrecerró los ojos—. Te daré dos opciones. Puedes decirme la verdad, vivo, o puedes decírmela muerto. —Hizo una señal a Loa, que avanzó un paso, como buen perro amaestrado—. Tú eliges.

Erik tragó saliva. Y empezó a hablar, ya lo creo que habló: nos dijo cómo era todo una trampa ordenada por el Rey. Quería cogernos vivos, sobre todo a Rolando. Había tenido que sacrificar a Otto, que nunca llegó a saber nada de la traición. Tuvo que ver cómo lo mataban a golpes., tuvo que soportar él mismo una paliza salvaje, pero a cambio se le había prometido respetar su vida y no condenarlo a los trabajos forzosos, criminales, de los otros esclavos. 

—¡Vamos, huyamos! —exclamó, cada vez más nervioso—. ¡Estaban vigilando pero es posible que tengamos todavía algo de tiempo! ¡Salgamos de aquí antes de que lleguen!

Iluso. Ni él se creía semejante tontería. Rolando, Loa y yo intercambiamos una mirada. Ya se oía movimiento en el túnel. Vimos surgir, del recodo del túnel, un par de humanos, siervos del dragón.

—¡Rendíos! ¡No tenéis escapatoria! —gritaron distintas voces. Loa disparó, hiriendo a uno. Rolando empezó a concentrarse. Algunos asaltantes nos instaron a que dejásemos las armas, pero no fue la opinión mayoritaria., porque otros empezaron a disparar. Fue entonces cuando me hirieron en un hombro, al girar  sobre mí misma para proteger este portátil. Y, claro, dio igual, no pude soportar el impacto y se me cayó al suelo.

Qué dolor. Recogí el aparato y me arrastré como pude, buscando cobertura. Saltaban por todos lados esquirlas de roca. Loa  seguía disparando. Rolando utilizó su poder para barrer más metros de la galería, lanzando hacia atrás a nuestros atacantes, y creando una barrera protectora en la que rebotaban sus balas. Las hacía volver hacia su origen, causando gran estrago.

Pero aun así, no los conteníamos, eran demasiados.

Entonces, Loa fue hacia Erik, que sollozaba a un lado esperando a ver que bando ganaba para apuntarse a él y, sin más, alzó la mano con la pistola y le voló la tapa de los sesos. Fue todo tan repentino que el alemán se derrumbó sin llegar a enterarse de que había muerto. Luego supongo que sí, que lo supo, porque no había pasado ni un segundo cuando Loa movió una mano sobre el cadáver, entonando sus cánticos, y el cuerpo muerto se estremeció. 

—¡Levántate y anda! —le ordenó, en una versión aterradora del clásico bíblico. Erik se puso en pie. Recordé a Javier. Recordé a Rolando. Odie mucho más a Loa. Este, ignorando mis pensamientos, sacó unas granadas de la mochila. Le puso a Erik una en cada mano, otras dos en distintos bolsillos y otra en la boca, incrustándosela con tanta fuerza que le destrozó algunos dientes. Le arrancó las anillas—. Corre.

Obediente, el cadáver de Erik echó a correr hacia la galería. Recorrió un buen trecho. Oímos las voces, cuando le vieron. Le habían reconocido y le dejaron avanzar, llenándole de preguntas, intentando sacar todo dato posible sobre cómo estábamos de armados y cuántos éramos. No se veía bien, supongo que no se percataron de lo de las granadas hasta que lo tuvieron encima. Tiempo suficiente.

La bomba no muerta estalló, provocando un terremoto en el interior de la cueva. La  fuerte explosión se extendió por la galería en ambas direcciones, nos alcanzó su onda expansiva lanzándonos violentamente al suelo. Bajo el repentino resplandor de las llamas, todo pareció moverse, los techos se desmoronaron en algunos puntos, el aire se llenó de polvo de roca destrozada. 

Conseguimos así un pequeño respiro. Pero, había muchos más y han seguido llegando. Nos han bloqueado por completo. Ellos no pueden entrar, pero nosotros estamos aquí atrapados, sin poder salir. 

Rolando me cogió el portátil y ha intentado contactar con Rodrigo, Hidalgocinis, y demás. Como ya comenté, él cree que habrán recibido su mensaje. Ojalá sea así y vengan a ayudarnos.

Loa me ha curado, por orden de Rolando. Eficiente, como siempre, aunque creo que ha hecho que mi dolor fuera el máximo posible. Me he desmayado un par de veces mientras me sacaba la bala, he sudado de forma bestial, he vomitado todo y más, no me queda nada dentro. Ahora me siento floja por eso y por la pérdida de sangre, pero no queda ni rastro de la herida.

Hemos leído lo que le ha ocurrido a Pilar y a Blanca, y al grupo de Rodrigo. Lo he sentido muchísimo por Pilar. Era una mujer imposible, desesperante, la personificación de la suegra odiosa, pero tenía su encanto... a ratos. No sé, supongo que al menos nos queda el consuelo de que murió en un acto de valentía total. Si tenemos un futuro, posiblemente se lo debamos en gran medida a ella. Es curioso, ¿eh? Me lo llegan a decir cuando conocí su blog y me hubiese reído.

Se nos acaba el agua. Loa usó mucha para mi herida y llevábamos un par de cantimploras pequeñas, nada más. Mala cosa, porque con todo lo que sudé y he vomitado, necesitaría incluso suero. Pero supongo que podremos aguantar unas horas...

Si me leéis, venid, por favor. Venid a ayudarnos.

sábado, 15 de octubre de 2011

El Sábado Amanece Bajo la Mirada de un Dragón

Círculo Mágico
John William Waterhouse, 1886
Lo he tintado al rojo...
Llevo mucho tiempo sin escribir. Lo siento, un día mi portatil dejó de funcionar y no hubo manera. Enrique lo revisó y dijo algo del disco duro o no sé qué. Yo no tengo ni idea. Lo único que sé es que no hubo forma de recuperarlo y hasta ahora no he tenido tiempo de conseguir otro. Por suerte, tampoco ha habido nada reseñable que contar. No para la causa, me refiero. En cuanto a Rolando, o en cuanto a mí y los míos, pues sí. Han sido tiempos difíciles.

Estamos en Berlín, en las afueras. Llevamos ya varios días aquí, acampados en un hotel, esperando que Rolando diga qué hacemos. Tenemos algunos nuevos seguidores, aunque por lo general la gente rehuye la cercanía de Rolando. No todos, pero sí la mayoría. Otros se muestran como fascinados. Creo que la diferencia está en el Nuiz, que la gente sin Nuiz se siente perturbada, incómoda, en su presencia. Jon es su hijo, y no se ha ido, pero procura no acercarse. Enrique tampoco se ha marchado, pero creo que terminará haciéndolo.

Pero otros se han unido, cosa de una docena. Creo que tienen distintos tipos de Nuiz, algunos casi sin poder efectivo, pero ahí está, latente. Como Rolando no da muestras de interés, y Marea, Radar y los demás están ocupados con sus propias tácticas y sus contactos con lo que consideran el grupo principal, Loa es quien se ha ocupado de organizarlos. Eso me preocupa. Bien sé que Loa nunca da puntada sin hilo.

Radar dice que se acerca un ejército. Supongo que se refiere al grupo de Brau. Y que nota una fuerte presencia, cerca, al norte. El Rey, imagino, en esa fortaleza que se está construyendo. Qué extraña historia mantiene con Blanca. ¿Qué busca el Rey de ella? No puedo creerme ese cuento del hombre tierno y cruel a la vez, la criatura capaz de amar de forma tan intensa y a la vez que sea capaz de hacer esas cosas horribles.

Lo sé. Yo vivo con un demonio.

A veces pienso que Rolando ya no es Rolando. O quizá debería decir que es la esencia de lo que fue, su impulso básico. Es ese deseo de salvar el mundo que tenía, hecho carne. No come y apenas habla, concentrado en sus tormentosos pensamientos. El primer día en Berlín, subió a la azotea del hotel y se pasó horas de rodillas bajo el sol, con los brazos extendidos en cruz. No sé si alguien más se dio cuenta de que no tiene sombra, Loa supongo que sí, pero ninguno dijimos nada. Viendo que no bajaba ni al caer la tarde, ordené que le subieran una cama. Él pidió un brasero. Enrique le consiguió uno de una iglesia cercana, con buen suministro de carbón. Cuando, de noche, subí, Rolando le había grabado distintos símbolos mágicos y estaba quemando lo que parecían unas hierbas. Los carbones se pusieron más rojos aún.

—Es algo que no crece en este mundo me dijo, cuando le pregunté qué podía ser. No quiso explicarme más. Fui a la cama y esperé. No come, no bebe, no duerme, pero siempre viene y me abrasa con un ímpetu que tampoco tuvo en otros tiempos. Y eso que, a veces pienso que lo hace más por mí que por auténtico deseo.Quizá sea todo una ironía y cada uno se entrega al otro, a su manera, porque eso es lo que hago yo, entregarme. Una rendición absoluta. Pertenezco a la criatura oscura que me hace el amor con violencia bajo la noche.

Soy la Concubine du Diable. Así me llama Loa y así me llaman sus hombres. Bueno, podía ser peor.

Mi relación con Loa no ha mejorado y, de hecho, ha sido el desencadenante de la última crisis, esta misma mañana, muy temprano. Jon y Enrique me acababan de entregar este portatil, al parecer han estado dando mil vueltas por las tiendas de informática de los alrededores, hasta encontrar uno que fuera realmente bueno y resistente. Yo estaba feliz, recuerdo. Abracé a Jon y quise hacer lo propio con Enrique, pero me rehuyó como si tal cosa. Iba a preguntar qué pasaba, ya sé que es absurdo pero iba a hacerlo, cuando oímos los gritos y un fuerte estruendo. Venía de arriba, de algún piso alto. Subimos corriendo, desenfundando de inmediato las pistolas. Con qué naturalidad hacemos eso ya, hoy en día...

El hotel tiene nueve pisos. En el quinto, nos encontramos con la catástrofe. Algo había abierto un enorme boquete en la pared, vimos varios muertos y muebles ardiendo. Loa y otros hombres estaban en las escaleras, subiendo a toda velocidad.

¡Dragón! ¡Dragón! gritaba alguien. Recordé lo que me había dicho Rolando, de la mutación de los demonios Monoi en Dragones. ¿Sería un Monoí de ese tipo? No podía imaginar que fuese el propio Rey que hubiese venido a atacarnos. Me consolé pensando que, de ser él, hubiese arrancado de raíz el hotel, o lo hubiese hundido sobre sus cimientos, incrustándolo en el magma del núcleo del mundo.

Subí corriendo tras Enrique y Jon, y llegamos a la azotea casi sin aliento. Allí vimos otros dos muertos, llamas, destrucción... Algo había derrumbado un lateral del edificio, daba la impresión de que hubiesen dado una dentellada gigantesca a la azotea. Rolando estaba allí, de pie, alerta, y Loa a su espalda. Varios hombres corrían y disparaban a algo que yo no podía ver.

Mis ojos se detuvieron en el brasero. Recordé algunos principios de magia que aprendí en el templo de los Sabios. Corrí hacia allí, cogí uno de sus carbones y apresuradamente pinté un círculo mágico alrededor, dibujando símbolos que potenciarían mis hechizos, ante lo que pudiera ocurrir. Además, me protegería de toda clase de magias menores.

Entonces, surgiendo de abajo, elevándose con fuerza, apareció la forma monstruosa del dragón, rugiendo, moviendo unas gigantescas alas. Un viento caliente y fétido barrió la azotea. Oí gritos. Un hombre cayó al suelo, creo que debido a un ataque cardíaco más que a otra cosa. La visión era aberrante, aterradora, infundía un miedo atroz. Supongo que era alguna clase de espanto mágico, no sé. Yo lo resistí por estar dentro del círculo, pero Enrique y Jon entraron en pánico y no supe más de ellos.

Todo fue muy rápido.

Rolando y Loa empezaron a hacer algo, alguna magia supongo. Pero el dragón se lanzó en picado,hacia ellos. Pensé que buscaba matar a Rolando, pero no: lo apartó de un golpe y atrapó a Loa, arrastrándolo con él hacia las alturas.

"Mátalo", pensé, llena de una repentina euforia. "Mátalo, mátalo, mátalo, mátalo..." Cómo lo deseaba, cómo... Creo que era tan intenso mi deseo que llegué a transmitirlo, y el dragón me miró. Tenía los ojos grandes y negros. Tuve la sensación de que otra inteligencia me miraba a través de esas pupilas. 

Todo se había detenido, excepto el sonido rítmico de sus potentes alas creando aquel viento huracanado...

De pronto, Rolando se levantó y corrió hacia el monstruo, dispuesto a enfrentarse con él. Y no sé qué me pasó, no lo sé, pero antes de darme cuenta de lo que hacía ya había actuado, alzando los brazos y envolviéndolo en una especie de bolsa, un campo de fuerza invisible. Rolando chocó contra sus límites y cayó al suelo, perplejo. Comprobó la situación, supo lo que había pasado y se volvió hacia mí. Vi que ni siquiera iba a discutir, tenía demasiada prisa. El dragón apretaba a Loa, iba a reventarlo, y estaba abriendo la boca para arrancarle la cabeza de un solo mordisco.

Rolando hizo presión para romper la bolsa. Yo sabía que lo conseguiría en menos de un segundo, es demasiado poderoso, no puedo soñar con contenerlo mucho más, así que le lancé una descarga, intentando noquearle. Ahí sé que le sorprendí, pero tampoco se lo pensó dos veces: terminó de desbaratar la triste prisión con la que había intentado controlarle, alzó una mano, para recibir la bola de energía y la dividió en dos. Una parte  la dirigió hacia el dragón. La otra, algo menor, me la devolvió en un rebote que multiplicó su ímpetu.

Yo la vi venir, pero no tuve tiempo ni para apartarme. Me golpeó de lleno y perdí el sentido.

Cuando desperté, me encontraba en la cama. Mi cabeza era puro dolor palpitante y estaba sangrando por la nariz y los oídos. A pocos metros, Loa y Rolando discutían. Estaban junto al cuerpo muerto del dragón, que parecía incrustado en el borde de la azotea como una gárgola rota. Rolando le estaba abriendo la cabeza, arrancándole una esfera. La observó y la depositó entre las llamas de su brasero.

Si esa perra no fuera tu amante, ya la habrías matado por lo que ha hecho dijo Loa, de malos modos.

Y si tú no me fueras útil todavía, ya te habría matado por lo mucho que has hecho en el pasado replicó Rolando, con indiferencia. Loa apretó los labios—. El Rey te quiere muerto. ¿Sabes por qué?

Puedo imaginarlo. Rolando le miró, por lo que se sintió impulsado a seguir—. Quiere ser el único que domina el sueño de los muertos.

Sí, yo pienso lo mismo. —La esfera del Monoi empezó a emitir un humillo blanco. Rolando pasó las manos por encima, como solía hacerlo sobre las brasas. Se estremeció—. Serás cauto, organiza una guardia que te vigile día y noche. Recuerda que tu vida me pertenece. Te hago responsable de ella. Muere sin mi aprobación y tendrás una eternidad para lamentarlo. Loa le hizo una reverencia—. Ahora, vete.

Loa se marchó. Nos quedamos solos en la azotea. Poco a poco, el círculo mágico que  yo había dibujado alrededor del brasero se desvaneció. El humo blanco envolvía a Rolando. 

Creo que me quedé dormida.

Cuando desperté me dolía menos la cabeza. Rolando estaba a mi lado, limpiándome la sangre de la cara con un paño húmedo. Fui vagamente consciente de que en el brasero no quedaba rastro de la esfera de Monoi. No me atreví a preguntar qué había ocurrido con ella. Las brasas no brillaban rojas, sino blancas.

Perdón atiné a decir.

Rolando me miró con esas pupilas turbias que tiene desde que contempló otros horizontes.

¿Por qué? Nunca has considerado que haya algo más importante que el amor. ¿Por qué deberías opinar distinto, respecto al odio? Yo no puedo cambiarte, Reb. He intentado hacértelo entender cuando estaba vivo y también después de muerto, y ha sido imposible. Diga lo que diga, sé que lo sacrificarías todo por lo que amas o lo que odias. Pero yo no. Yo sí creo en fines más importantes. Recuérdalo porque, si vuelves a hacer algo así, estarás traspasando un límite con el que jamás hubieses debido toparte. No te mataré. A ti, creo que jamás podré matarte. —Me sujetó por la barbilla y apretó, casi haciéndome daño—. Pero vuelve a atacarme, o vuelve a poner a los nuestros en peligro, del modo que sea, y te juro que te arrancaré hasta el último destello de poder del cuerpo antes de enviarte de vuelta a casa con tu hija. ¿Está claro? —Asentí con los ojos, porque no podía ni hablar ni mover la cabeza—. Bien.

Me lanzó hacia atrás, contra la almohada. Volvió a su brasero. 

Allí sigue desde entonces, moviendo las manos sobre ese extraño humo blanco...

martes, 27 de septiembre de 2011

El Viernes mis Pasos siguen un Patrón Ensangrentado

Polyptyque de la Vanité
terrestre et de la
Rédemption céleste

Hans Memling, c.1485
Filtrado y compuesto
con un patrón laberíntico
En el templo de los Sabios, los días trascurren diferente, de otro modo... Pero luego pesan igual. Lo mismo que la desesperación,  el odio y la pena...

Debí haber supuesto que algo malo estaba sucediendo desde el momento en que Loa empezó a rondar a Javier. Avanzó poco a poco, como una serpiente, primero de forma ligera, luego, cada  vez con mayor insistencia.

Algo le dijo, algún argumento debió usar en un momento dado, porque terminó interesándole en su asunto: se retiraban juntos a cuchichear por salas y rincones, debatían durante horas, compartían textos que ni Enrique ni yo entendíamos y nos decían que no era necesario que lo hiciésemos. 

Han compartido mucho tiempo estos días. No sabíamos qué pasaba. Radar sí, seguro. Pero se hacía el ciego, maldita sea su alma. Creo que también piensa que unos males son mayores que otros y que salvar el mundo es el fin último en el que debe sacrificarse todo lo que somos. Lo que justifica cualquier medida.

El Patrón... Teníamos prohibido internarnos, porque según los Sabios, alejarse de las puertas sin tener claro el modo de avanzar, era condena segura a perderse en su trazado. Muchos habían desaparecido así y yo no estaba dispuesta a arriesgarme. Pero lo he contemplado muchas veces, desde todas las puertas. Huele a sangre hasta el punto de revolvernos el estómago a nosotros, que estamos ya tan acostumbrados a ella. En el Patrón, lo es todo, lo forma todo: se mueve en líneas por el suelo, traza las paredes, pátinas temblorosas agitadas por una brisa continua, unidas con colgajos de lo que parecen órganos todavía frescos. Están por todas partes, creando pasillos. Gotean...


—El Patrón es la cerradura de seguridad de un Umbral —nos explicó Loa, no sé, creo que fue el miércoles o el jueves. Tampoco es que importe mucho. No he tenido tiempo de escribir, ni ganas. El templo consume nuestras energías: la magia del Patrón, me dijeron los Sabios, es muy exigente—. ¿Lo entendéis ahora? ¿Comprendéis la importancia tremenda que tiene? Se trata de un paso, una entrada múltiple a muchos otros mundos, a todos esos infiernos de los que vienen estas criaturas. —Clavó un dedo en un viejo volumen que transcribía unos pergaminos egipcios. Javier los había traducido— Y, según este ritual, si lo abrimos de una forma concreta, nos llegará algún tipo de ayuda del otro lado. Ayuda. Algo necesario, vital.

—¿Qué otro lado? —preguntó Enrique—. ¿Qué hay ahí?

—Ya lo he dicho. Un infierno. Mil infiernos. —Se encogió de hombros— Limítate a las preguntas importantes, picapleitos, porque las incógnitas son muchas. 

—Es una pregunta importante —insistió Enrique, sin dejarse amilanar— Me gustaría saber por qué, de ese infierno en concreto, esperas una ayuda tan importante.

—Está bien. —Loa cerró el libro con enojo—. Lo admito. Vine porque sabía que el Patrón conducía a ese Portal multiplano y conocía sus leyendas. Fue creado con las magias de todos los que, en tiempos tremendamente remotos, acudieron aquí y se sacrificaron para ello. Era la única manera, el único modo, de asegurar  un obstáculo a lo que preveían en sus sueños: la llegada del Rey. Según las tradiciones, gracias a este paso, en un momento dado, los seres humanos podrían conseguir ayuda, una ayuda imprescindible para poder hacer frente a la amenaza. Para poder salvar el mundo que conocemos. El mundo humano.

—Pues perdona si no me fío de ti ni una mierda. —Enrique miró a Javier—. ¿Tú te lo crees?

—No he podido evitarlo. —Asintió Javier— He leído los textos de los antiguos. Los testimonios que hay al respecto son escasos pero claros: hay que abrir ese Portal, ese Umbral, y nos llegará ayuda del otro lado.

—¿Y cómo vamos a abrirlo? ¿Cómo? Si ni siquiera sabemos cómo cruzar el Patrón...

Fue Javier el que cogió un libro de aspecto decrépito y empezó a leer, traduciendo directamente de jeroglíficos egipcios:

Puerta y sendero,
Sangre muerta, sangre viva,
sangre hermana y enemiga,
te lo muestra el antimonio,
que la espiral siempre gira.
Sendero y Paso,
Patrón de sangre tejida,
Umbral de la piedra inscrita, 
Hombre, fantasma y demonio
que en la batalla decida.

—He hecho una traducción libre, pero es su sentido. —dijo entonces Javier—. Faltan frases, el pergamino estaba dañado, y varias, en otros puntos, me recuerdan sorprendentemente a los Textos de las Pirámides, concretamente al llamado Himno Caníbal, de la Pirámide de Unas... —Siguió con un dedo—: es el que comió sus entrañas cuando Aquéllos vinieron, llenos sus vientres de magia... —se interrumpió, al ver que le mirábamos algo bizcos—. Pero, bueno, que es su sentido. Creo que está claro.

—Si tú lo dices —repuso Enrique, con poco convencimiento. Loa hizo una mueca de impaciencia—.¿Qué es eso del antimonio?

—Ah, el sulfuro de antimonio, un mineral con el que los egipcios fabricaban un polvo finísimo llamado kohol, o alcohol, en su posterior versión árabe. Se usaba para curar las infecciones de los párpados, pero terminó aplicándose masivamente por puro interés cosmético. Sabéis lo famoso que es, lo de los ojos pintados. —Me señaló. Siempre me pinto los ojos con un lápiz negro. Aunque no haga más, sin eso no me veo arreglada—. Ha llegado hasta nuestros días.

—¿Y tenemos de eso?

—Sí. Los Sabios nos lo van a suministrar. Tienen un buen laboratorio.

—Perfecto. Entonces, nos tenemos que pintar los ojos para ver... ¿qué?

—Te lo diré cuando lo vea —le cortó Loa. Siguieron con mil temas diversos. Me aburrí mortalmente.

Y llegó el viernes, el día que Loa dijo que era el más propicio para atravesar el Patrón. Habían decidido que debíamos abordarlo desde dos extremos, o sea, desde dos pasillos contrarios, entrando justo a la vez. Elegimos la medianoche...

—Tú irás con Enrique y con Radar —me informó Loa. Y él con Javier, con el que tanto conspiraba por las esquinas—. Si ocurre algo, tienes que defenderles. Radar no tiene un poder de combate y Enrique... bueno, solo es un humano.

—También lo es Javier.

—Pero irá conmigo. Además, él es el Cazademonios.  —Sonrió, de forma muy desagradable—. El día en que tu Enrique se gane un sobrenombre semejante, se ganará también el respeto de los que importan.

No entré a discutir la tontería de si era mi Enrique o el de su puñetera madre. Tampoco le dije nada a Enrique de esas bobadas, pero me dieron vueltas en la cabeza, confundiéndome, haciendo que olvidase lo realmente importante: mis sospechas. Ni siquiera me di cuenta cuando, poco antes de la hora convenida, vino Javier y me abrazó. Estaba muy guapo, con los ojos pintados. Casi tanto como Enrique, recuerdo que pensé. Es que a Enrique le quedaba muy bien.

—Gracias, Reb —dijo Javier. Sí, a mí también me dejó sorprendida. ¿Gracias, por qué? Yo nunca le di una buena vida, precisamente. Este mismo diario-blog es una buena prueba de ello, recuerda mis primeras entradas de este blog, cuando estaba consumida por las ganas de romper nuestro matrimonio. Precisamente hasta estos últimos días, ni siquiera le había dejado acercarse lo suficiente. Pero, sabiendo que ya no estabas, Rolando... Era distinto a cuando desapareciste en aquel bosque. Ahora, había visto tu cuerpo muerto. Por los dioses, ¡había follado con tu cuerpo muerto! No me quedaba duda ni esperanza. Sólo me quedaba Javier que, en la penumbra era idéntico a ti, y en la luz, muchas veces tenía tu modo de mirar—. Por cierto ¿podrías guardarme algo? —me dijo entonces Javier—. No me atrevo a dejarlo por ahí, y tú tienes esa bolsa tan útil... —Llevo una bolsa en bandolera, muy cómoda. No es grande, pero me caben las cosas suficientes y, cuando vives como yo ahora, siempre es bueno llevar a mano en todo momento lo que no quieras dejar atrás. Javier me dio un librillo, su diario. Yo ya lo conocía, lo usaba mucho. Me había dicho que lo redactaba para Beatriz para que algún día supiera todo lo que está ocurriendo—. Ten mucho cuidado.

—Tú también —le pedí, y nos volvimos a besar. Pensé que le quería, le quería de verdad. Le amaba. Quizá no tanto como a Rolando, pero le amaba. Cuando Loa le llamó, gruñendo por el almíbar, se fue riendo. Me miró... No sé.

Para lo de la sangre muerta, sangre viva, dijeron que Javier debía llevar un cuervo vivo y uno de nosotros un cuervo muerto. Le tocó a Enrique, yo no pensaba tocar un pajarraco muerto.

Y seguí sin darme cuenta.

El Camino de la Vida, pensé. Y el Camino de la Muerte...

—Quedan un par de minutos —nos informó Enrique, consultando su reloj de pulsera. Radar comentó algo de que el Patrón empezaba a brillar más. Miré el cuerpo del cuervo, colgado desde el cinturón de Enrique. Me vi reflejada en un ojo muy negro.

Y entonces, fue cuando me di cuenta. Busqué en mi bolsa, alarmada, y saqué el diario de Javier. Como me temía, dentro había una nota:

Querida, queridísima Reb:
No lo lamentes por mí, amor mío. Hace tiempo que supe que, si me quedaba algo que hacer en este mundo, era precisamente intentar salvarlo. Y sé que lo pensarás, pero no es culpa de Loa. Ambos hemos descubierto, cada cual por su lado, que por los senderos del Patrón deben caminar un vivo y un muerto que haya renunciado a la vida., buscando encontrarse en un camino único, la línea difusa que conduce a todos los mundos.
Y, dime ¿quién mejor que yo? Loa quería sacrificar a Enrique, pero no lo veo justo. Yo quiero hacerlo, de verdad, me parece una buena oportunidad de enmendar muchas cosas. Y quiero que, al menos al final, mi existencia haya tenido algún sentido. Piénsalo bien, Reb, porque si alguien puede entenderme, esa eres tú: siempre he deseado parecerme a Rolando, siempre he querido ser él, porque era la manera, la única manera, de llegar a ti.
Ambos sabemos lo que hubiese hecho Rolando. Perdóname por hacerlo yo.
Y siempre te he amado, jamás lo dudes. Cuida de nuestros hijos. De los dos.

—¡No! —grité, y salí corriendo sin hacer caso de las voces de Enrique y Radar.

Cuervos vivos o muertos... ¡Y una mierda! Todo parafernalia, para ocultar el auténtico sacrificio.

Atravesé a toda velocidad los pasillos del templo, recorriendo todo su perímetro hasta avistar aquel que terminaba en la entrada contraria. Allí estaban Loa y Javier.

Javier, con la pistola en su sien...

Grité. Él me miró. Hubo un titubeo, pero Loa le dijo algo y Javier me dio la espalda. Afirmó la mano con el arma.

—¡Noooo!

Nunca lo había hecho antes. Sabía que era posible, pero no lo había intentado siquiera, porque imaginaba que sería algo terriblemente difícil, exigiendo una gran concentración. Pero, mientras corría por el pasillo hacia Javier, sentí cómo el poder se despertaba, se extendía por todo mi cuerpo, y me transformé en pura energía. Todo lo que tenía en mente, todo lo que quería era alcanzar a Javier, derribarlo, desarmarlo...

Fui destello azul, relámpago cegador, fuego incandescente. Crucé el largo pasillo a una velocidad vertiginosa, impensable para un cerebro humano, y les alcancé.

Pero era tarde.

Oí el estruendo en mi mundo perfecto de luces. Choqué con la nada cuando hubiese debido llegar a mi objetivo. Sólida otra vez, rabiosa como nunca, golpeé a Loa, una y otra vez. Usé el Nuiz, usé la poca magia que sabía, usé mi propia desesperación.

Creo que le hubiese matado. Quería matarlo. Sigo queriendo hacerlo, para qué engañarse. Cada vez que pienso en esos momentos, mis dedos se tensan con la necesidad de rasgar, con el deseo de violencia bruta, de ansia por destrozarle... Cuando me separaron de él, sujeta entre Enrique, Radar y tres Sabios, Loa estaba tirado en el suelo, con el rostro totalmente ensangrentado. Había sangre por todas partes.

La sangre de Loa. La sangre de Javier.

Grité durante mucho rato, seguro, aunque todo lo recuerdo en un profundo silencio. Sólo mucho después llegaron las voces, que decían que debíamos seguir con el ritual, que era imprescindible abrir aquel paso, recibir aquella ayuda.

Yo estaba demasiado agotada. Tenía la cabeza cargada y una presión horrible en el pecho. No dije nada cuando Loa realizó sus magias, y el cuerpo de Javier se puso lentamente en pie. Me recordó a Rolando, cuando me lo devolvieron burlonamente de la muerte. Frío. Muerto. Mío.

Progresse, le Chasseur de démons (Avanza, Cazademonios) —ordenó Loa— Suivre le Modèle (Sigue el Patrón)

Javier empezó a caminar por las líneas del suelo, que le empapaban los pies. Se movían como sangre, se sentían como sangre. Loa y yo le seguimos, internándonos en el Patrón. Cuando el umbral del pasillo quedó atrás, tuvimos la sensación de avanzar por una nada luminosa, en la que sólo la sangre tenía importancia. Conducía. Orientaba... En el aire se deslizaban gotas rojas, temblorosas. Algunas nos caían encima. Nos rozaban los trozos de entraña. Casi vomité a un lado. Loa no me lo permitió.

—¡Non! ¡No! ¡No enturbies el Patrón! Vuelve a tragártelo —me gritó, poniéndome una mano en la boca, casi ahogándome. Qué irónico, pensé. En el mismo bando y nos odiábamos a muerte. Con gusto se lo hubiera arrojado a un Edterran—. Putain...

No sé el tiempo que tardamos en recorrerlo. El pobre cuervo vivo ni se movía, miraba a todas partes sobrecogido. Iba en una jaula, colgando de la túnica de Javier. Un muerto con un cuervo, sangre, sangre...

Al final, nos encontramos con Enrique y Radar, y seguimos un último tramo juntos. Frente a un umbral decorado con un millón de espirales sin fin, había una especie de altar.

—Sangre —pidió Loa, siguiendo el ritual, según lo acordado. Voy a odiar esa palabra el resto de mi vida. Sacó un puñal y cortó la mano de Enrique, obligándole a derramar varias gotas. La mano de Javier la tuvo que restregar sobre la piedra. Ningún corazón bombeaba en sus venas.

Las espirales empezaron fluctuar, girando, girando, buscándose unas a otras, estableciendo pautas.

Entonces, de pronto, algo vino desde el fondo, de atrás, devorando furiosamente las líneas del Patrón, destruyéndolo. Un remolino de nieblas densas, vertiginosas, de masas blandas, cintas húmedas y repugnantes, que nos impactó con fuerza, como el puñetazo de un gigante. Loa fue lanzado hacia atrás, y Radar, que se golpeó la cabeza con el altar y quedó inconsciente. Enrique salió despedido a un lado y Javier quedó de rodillas,  convertido en un ser si voluntad. Yo apenas me tuve en pie, pero una mano surgió del viento oscuro y me agarró del cuello. Me levantó en volandas y me estampó sobre el altar. El golpe me  arrebató todo el aire de los pulmones y dejó aturdida. Para cuando quise reaccionar, mi atacante dijo:

—Vremya prishlo.YA tvoĭ sluga, Uchitelʹ! (El momento ha llegado. ¡Soy tu siervo, Amo!)

Y me clavó un estilete largo, largo, largo y terrible, en el estómago.

Qué decir. Dolor es una palabra demasiado breve para algo tan inmenso... Grité enloquecida, mientras mi sangre desbordaba por todos lados, salpicaba, y se mezclaba con las otras que habían empapado ya el altar.

Con un atisbo de lucidez, pude fijar la vista. Quería saber quién era nuestro atacante, el hechicero inmenso que se había abierto paso desgarrando de tal modo ese tejido mágico.

Era Volodia Popov.

Las espirales giraron, estableciendo otros caminos distintos, otras posibilidades. Una fuerte ráfaga de viento helado con olor a tumba surgió del umbral de piedra, me congeló los huesos.

—Al fin, devushka —dijo Popov, entusiasmado—. ¡Al fin!

Y la forma oscura del Amo, la densa negrura que se expandía como tentáculos por todas partes, empezó a surgir del Umbral. Se deslizó, con la violencia de una inundación, como las aguas negras e impetuosas de un pantano roto y desbordado, recorriendo las espirales, las curvas y giros infinitos, recorriendo el largo camino que nos había separado. La monstruosa silueta chapoteó, cubrió el altar, me cubrió a mí...

—¡No te resistas, devushka! —oí gritar a Popov—. El Amo está hambriento y sus apetitos son infinitos. Acepta el honor de ser su alimento y el recipiente de su placer...

Y el viejo loco empezó a cantar. Cantaba mientras la negrura desgarraba mi ropa, la consumía, la convertía en nada. Se pegó a mi cuerpo desnudo, me tensó, me alzó en el aire y me arqueó, entró por mi boca y mis ojos, por oídos y nariz, por mis esfínteres, por cada poro, por la herida abierta de mi vientre, aún atravesado por el estilete, clavándome en un tormento oscuro que supe sería eterno.

Estaba furioso conmigo, por lo ocurrido en el Cementerio C. Estaba hambriento.

Estaba preparándose para un combate mayor.

Entonces, el Umbral chasqueó otra vez con fuerza. No lo supe entonces, pero las espirales volvieron a girar. Empujando desde alguna parte, una figura se abrió paso con voluntad, una voluntad mayor que cualquier distancia mágica. Irrumpió en nuestra realidad con la forma de un destello capaz de disolver cualquier oscuridad. Se estampó contra el Amo, entró en él, hasta el fondo de su negra forma, desgarrando, cortando y destruyendo.

Y entonces se oyó un grito aterrador, una explosión, un chirrido. El Amo se agitó, forcejeando, intentó luchar, intentó magias impensables, pero no tenía nada que hacer ya, porque estaba herido de muerte. Se transformó en guedejas sucias, que fueron arrastradas por un viento nuevo, de vuelta hacia el Umbral, quizá a su mundo o a cualquier otro. Lejos de este, en todo caso.

Caí, jadeando, sobre la piedra del altar, cubierta de sangre y lodo negro, impregnada por el sabor y el olor de aquella cosa. Y, entonces, le vi.

Era Rolando.

Lo era, y a la vez, era alguien muy distinto. No sé, realmente, dónde estaba la diferencia. En el modo en que se movía, quizá; en el aura que emanaba de él... En sus ojos, oscuros con reflejos rojizos, como tizones en llamas.

Jadeé, sin saber qué hacer o qué pensar.

—Ha hecho lo que tenía que hacer, como su hermano —susurró Loa, de pronto. Le vi junto a mí, al otro lado del altar. Había admiración en su voz, por primera vez desde que le conocí—. Fue humano, fue fantasma, y se ha transformado en demonio para, en el momento más oscuro, luchar en la última batalla.

Estaba desnuda. Intenté taparme. Me miró con desprecio y no se lo pude reprochar, tontería la mía del recato cuando me estaba muriendo. Loa arrancó el estilete que me atravesaba el estómago y casi me desmayé por el dolor, pero no, hubiese sido demasiada suerte.

Afortunadamente, Loa había llegado a la conclusión de que le beneficiaba ayudarme. Puso en la herida la otra mano. Dijo algo, no sé qué; pero la herida se curó, y el dolor se desvaneció.

Más allá, Popov temblaba, mientras Rolando se acercaba a él, clavando firmemente huellas con olor a azufre en el Patrón desgarrado. Cuando le tuvo delante, Popov cayó de rodillas, humillándose, admitiendo su derrota. No hablaron. Estaba todo dicho.

Loa se acercó, le tendió el estilete a Rolando. Lo cogió.

Popov inclinó la cabeza, como ganado sometiéndose al sacrificio. Rolando alzó la mano libre y, con un dedo, buscó un punto concreto en la base de su cráneo,. Entonces, empezó a clavar el arma, lentamente., lentamente, cada vez más profundo, pero cada vez más lentamente... Supongo que fue por su voluntad que Popov tardara tanto en morir, porque yo hubiese dicho que era una zona muy vulnerable, idónea para una muerte inmediata. Pero no, no moría, no conseguía morir.

También es verdad que, en el Patrón el tiempo es otro, sé que es otro, la distorsión afecta al templo pero en el Patrón está el núcleo y todo es más intenso. En sus largos minutos, en sus inmensas horas, el viejo Volodia Popov tuvo tiempo de pensar y arrepentirse de lo hecho, de todos sus crímenes, mientras el estilete de Rolando desgarraba físicamente, poco a poco, cuanto había sido.

Temblaba por completo, oh, ya lo creo, y se lo hizo todo encima, incapaz de controlarse en medio de tanto dolor. Ahí ya sí que suplicaba, gritaba, berreaba desaforadamente pidiendo una clemencia que jamás llegó, ahogado en su propia sangre.

Rolando no tuvo ninguna prisa.

Desde el principio, Loa había colocado un cáliz bajo el rostro de Popov, recogiendo cuanta sangre pudo. Cuando el ruso cayó  finalmente muerto, derrumbándose a un lado como algo inservible y sin ningún interés, Loa alzó los ojos hacia Rolando. Le ofreció el cáliz con ambas manos. Rolando lo tomó.

—También estás muerto, Loa —declaró. Loa se puso mortalmente pálido. Inclinó la cabeza del mismo modo en que la había inclinado Popov y sé que se hubiese dejado sacrificar del mismo modo, pero Rolando tenía otros planes para él. Vertió lentamente la sangre del cáliz sobre su cabeza y su frente, en un remedo espantoso del bautismo. Su voz también era otra. La misma, pero distinta. Profunda, cavernosa, como llegada desde ese otro mundo en el que había renacido—. Seguirás ahora, respirarás mientras me seas útil, pero ni un segundo más. Estás tan muerto como los hombres muertos de Rodrigo. —Hizo una ligera pausa. Bebió un sorbo de lo que quedaba en el cáliz y se lo devolvió. La sangre de Popov manchaba sus labios. Los lamió—. Como mi hermano.

Entonces me miró. Yo estaba sentada en el altar, desnuda, empapada de sangre y oscuridad de la cabeza a los pies. Me tendió una mano.

—Nos vamos a Berlín —me dijo.