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Polyptyque de la Vanité terrestre et de la Rédemption céleste
Hans Memling, c.1485
Filtrado y compuesto con un patrón laberíntico |
En el templo de los Sabios, los días trascurren diferente, de otro modo... Pero luego pesan igual. Lo mismo que la desesperación, el odio y la pena...
Debí haber supuesto que algo malo estaba sucediendo desde el momento en que Loa empezó a rondar a Javier. Avanzó poco a poco, como una serpiente, primero de forma ligera, luego, cada vez con mayor insistencia.
Algo le dijo, algún argumento debió usar en un momento dado, porque terminó interesándole en su asunto: se retiraban juntos a cuchichear por salas y rincones, debatían durante horas, compartían textos que ni Enrique ni yo entendíamos y nos decían que no era necesario que lo hiciésemos.
Han compartido mucho tiempo estos días. No sabíamos qué pasaba. Radar sí, seguro. Pero se hacía el ciego, maldita sea su alma. Creo que también piensa que unos males son mayores que otros y que salvar el mundo es el fin último en el que debe sacrificarse todo lo que somos. Lo que justifica cualquier medida.
El Patrón... Teníamos prohibido internarnos, porque según los Sabios, alejarse de las puertas sin tener claro el modo de avanzar, era condena segura a perderse en su trazado. Muchos habían desaparecido así y yo no estaba dispuesta a arriesgarme. Pero lo he contemplado muchas veces, desde todas las puertas. Huele a sangre hasta el punto de revolvernos el estómago a nosotros, que estamos ya tan acostumbrados a ella. En el Patrón, lo es todo, lo forma todo: se mueve en líneas por el suelo, traza las paredes, pátinas temblorosas agitadas por una brisa continua, unidas con colgajos de lo que parecen órganos todavía frescos. Están por todas partes, creando pasillos. Gotean...
—El Patrón es la cerradura de seguridad de un Umbral —nos explicó Loa, no sé, creo que fue el miércoles o el jueves. Tampoco es que importe mucho. No he tenido tiempo de escribir, ni ganas. El templo consume nuestras energías: la magia del Patrón, me dijeron los Sabios, es muy exigente—. ¿Lo entendéis ahora? ¿Comprendéis la importancia tremenda que tiene? Se trata de un paso, una entrada múltiple a muchos otros mundos, a todos esos infiernos de los que vienen estas criaturas. —Clavó un dedo en un viejo volumen que transcribía unos pergaminos egipcios. Javier los había traducido— Y, según este ritual, si lo abrimos de una forma concreta, nos llegará algún tipo de ayuda del otro lado.
Ayuda. Algo necesario, vital.
—¿Qué otro lado? —preguntó Enrique—. ¿Qué hay ahí?
—Ya lo he dicho. Un infierno. Mil infiernos. —Se encogió de hombros— Limítate a las preguntas importantes, picapleitos, porque las incógnitas son muchas.
—Es una pregunta importante —insistió Enrique, sin dejarse amilanar— Me gustaría saber por qué, de ese infierno en concreto, esperas una ayuda tan importante.
—Está bien. —Loa cerró el libro con enojo—. Lo admito. Vine porque sabía que el Patrón conducía a ese Portal multiplano y conocía sus leyendas. Fue creado con las magias de todos los que, en tiempos tremendamente remotos, acudieron aquí y se sacrificaron para ello. Era la única manera, el único modo, de asegurar un obstáculo a lo que preveían en sus sueños: la llegada del Rey. Según las tradiciones, gracias a este paso, en un momento dado, los seres humanos podrían conseguir ayuda, una ayuda imprescindible para poder hacer frente a la amenaza. Para poder salvar el mundo que conocemos. El mundo humano.
—Pues perdona si no me fío de ti ni una mierda. —Enrique miró a Javier—. ¿Tú te lo crees?
—No he podido evitarlo. —Asintió Javier— He leído los textos de los antiguos. Los testimonios que hay al respecto son escasos pero claros: hay que abrir ese Portal, ese Umbral, y nos llegará ayuda del otro lado.
—¿Y cómo vamos a abrirlo? ¿Cómo? Si ni siquiera sabemos cómo cruzar el Patrón...
Fue Javier el que cogió un libro de aspecto decrépito y empezó a leer, traduciendo directamente de jeroglíficos egipcios:
Puerta y sendero,
Sangre muerta, sangre viva,
sangre hermana y enemiga,
te lo muestra el antimonio,
que la espiral siempre gira.
Sendero y Paso,
Patrón de sangre tejida,
Umbral de la piedra inscrita,
Hombre, fantasma y demonio
que en la batalla decida.
—He hecho una traducción libre, pero es su sentido. —dijo entonces Javier—. Faltan frases, el pergamino estaba dañado, y varias, en otros puntos, me recuerdan sorprendentemente a los Textos de las Pirámides, concretamente al llamado Himno Caníbal, de la Pirámide de Unas... —Siguió con un dedo—: es el que
comió sus entrañas cuando Aquéllos vinieron,
llenos sus vientres de magia...
—se interrumpió, al ver que le mirábamos algo bizcos—. Pero, bueno, que es su sentido. Creo que está claro.
—Si tú lo dices —repuso Enrique, con poco convencimiento. Loa hizo una mueca de impaciencia—.¿Qué es eso del antimonio?
—Ah, el sulfuro de antimonio, un mineral con el que los egipcios fabricaban un polvo finísimo llamado kohol, o alcohol, en su posterior versión árabe. Se usaba para curar las infecciones de los párpados, pero terminó aplicándose masivamente por puro interés cosmético. Sabéis lo famoso que es, lo de los ojos pintados. —Me señaló. Siempre me pinto los ojos con un lápiz negro. Aunque no haga más, sin eso no me veo arreglada—. Ha llegado hasta nuestros días.
—¿Y tenemos de eso?
—Sí. Los Sabios nos lo van a suministrar. Tienen un buen laboratorio.
—Perfecto. Entonces, nos tenemos que pintar los ojos para ver... ¿qué?
—Te lo diré cuando lo vea —le cortó Loa. Siguieron con mil temas diversos. Me aburrí mortalmente.
Y llegó el viernes, el día que Loa dijo que era el más propicio para atravesar el Patrón. Habían decidido que debíamos abordarlo desde dos extremos, o sea, desde dos pasillos contrarios, entrando justo a la vez. Elegimos la medianoche...
—Tú irás con Enrique y con Radar —me informó Loa. Y él con Javier, con el que tanto conspiraba por las esquinas—. Si ocurre algo, tienes que defenderles. Radar no tiene un poder de combate y Enrique... bueno, solo es un humano.
—También lo es Javier.
—Pero irá conmigo. Además, él es el Cazademonios. —Sonrió, de forma muy desagradable—. El día en que tu Enrique se gane un sobrenombre semejante, se ganará también el respeto de los que importan.
No entré a discutir la tontería de si era mi Enrique o el de su puñetera madre. Tampoco le dije nada a Enrique de esas bobadas, pero me dieron vueltas en la cabeza, confundiéndome, haciendo que olvidase lo realmente importante: mis sospechas. Ni siquiera me di cuenta cuando, poco antes de la hora convenida, vino Javier y me abrazó. Estaba muy guapo, con los ojos pintados. Casi tanto como Enrique, recuerdo que pensé. Es que a Enrique le quedaba muy bien.
—Gracias, Reb —dijo Javier. Sí, a mí también me dejó sorprendida. ¿Gracias, por qué? Yo nunca le di una buena vida, precisamente. Este mismo diario-blog es una buena prueba de ello, recuerda mis primeras entradas de este blog, cuando estaba consumida por las ganas de romper nuestro matrimonio. Precisamente hasta estos últimos días, ni siquiera le había dejado acercarse lo suficiente. Pero, sabiendo que ya no estabas, Rolando... Era distinto a cuando desapareciste en aquel bosque. Ahora, había visto tu cuerpo muerto. Por los dioses, ¡había follado con tu cuerpo muerto! No me quedaba duda ni esperanza. Sólo me quedaba Javier que, en la penumbra era idéntico a ti, y en la luz, muchas veces tenía tu modo de mirar—. Por cierto ¿podrías guardarme algo? —me dijo entonces Javier—. No me atrevo a dejarlo por ahí, y tú tienes esa bolsa tan útil... —Llevo una bolsa en bandolera, muy cómoda. No es grande, pero me caben las cosas suficientes y, cuando vives como yo ahora, siempre es bueno llevar a mano en todo momento lo que no quieras dejar atrás. Javier me dio un librillo, su diario. Yo ya lo conocía, lo usaba mucho. Me había dicho que lo redactaba para Beatriz para que algún día supiera todo lo que está ocurriendo—. Ten mucho cuidado.
—Tú también —le pedí, y nos volvimos a besar. Pensé que le quería, le quería de verdad. Le amaba. Quizá no tanto como a Rolando, pero le amaba. Cuando Loa le llamó, gruñendo por el almíbar, se fue riendo. Me miró... No sé.
Para lo de la sangre muerta, sangre viva, dijeron que Javier debía llevar un cuervo vivo y uno de nosotros un cuervo muerto. Le tocó a Enrique, yo no pensaba tocar un pajarraco muerto.
Y seguí sin darme cuenta.
El Camino de la Vida, pensé. Y el Camino de la Muerte...
—Quedan un par de minutos —nos informó Enrique, consultando su reloj de pulsera. Radar comentó algo de que el Patrón empezaba a brillar más. Miré el cuerpo del cuervo, colgado desde el cinturón de Enrique. Me vi reflejada en un ojo muy negro.
Y entonces, fue cuando me di cuenta. Busqué en mi bolsa, alarmada, y saqué el diario de Javier. Como me temía, dentro había una nota:
Querida, queridísima Reb:
No lo lamentes por mí, amor mío. Hace tiempo que supe que, si me quedaba algo que hacer en este mundo, era precisamente intentar salvarlo. Y sé que lo pensarás, pero no es culpa de Loa. Ambos hemos descubierto, cada cual por su lado, que por los senderos del Patrón deben caminar un vivo y un muerto que haya renunciado a la vida., buscando encontrarse en un camino único, la línea difusa que conduce a todos los mundos.
Y, dime ¿quién mejor que yo? Loa quería sacrificar a Enrique, pero no lo veo justo. Yo quiero hacerlo, de verdad, me parece una buena oportunidad de enmendar muchas cosas. Y quiero que, al menos al final, mi existencia haya tenido algún sentido. Piénsalo bien, Reb, porque si alguien puede entenderme, esa eres tú: siempre he deseado parecerme a Rolando, siempre he querido ser él, porque era la manera, la única manera, de llegar a ti.
Ambos sabemos lo que hubiese hecho Rolando. Perdóname por hacerlo yo.
Y siempre te he amado, jamás lo dudes. Cuida de nuestros hijos. De los dos.
—¡No! —grité, y salí corriendo sin hacer caso de las voces de Enrique y Radar.
Cuervos vivos o muertos... ¡Y una mierda! Todo parafernalia, para ocultar el auténtico sacrificio.
Atravesé a toda velocidad los pasillos del templo, recorriendo todo su perímetro hasta avistar aquel que terminaba en la entrada contraria. Allí estaban Loa y Javier.
Javier, con la pistola en su sien...
Grité. Él me miró. Hubo un titubeo, pero Loa le dijo algo y Javier me dio la espalda. Afirmó la mano con el arma.
—¡Noooo!
Nunca lo había hecho antes. Sabía que era posible, pero no lo había intentado siquiera, porque imaginaba que sería algo terriblemente difícil, exigiendo una gran concentración. Pero, mientras corría por el pasillo hacia Javier, sentí cómo el poder se despertaba, se extendía por todo mi cuerpo, y me transformé en pura energía. Todo lo que tenía en mente, todo lo que quería era alcanzar a Javier, derribarlo, desarmarlo...
Fui destello azul, relámpago cegador, fuego incandescente. Crucé el largo pasillo a una velocidad vertiginosa, impensable para un cerebro humano, y les alcancé.
Pero era tarde.
Oí el estruendo en mi mundo perfecto de luces. Choqué con la nada cuando hubiese debido llegar a mi objetivo. Sólida otra vez, rabiosa como nunca, golpeé a Loa, una y otra vez. Usé el Nuiz, usé la poca magia que sabía, usé mi propia desesperación.
Creo que le hubiese matado. Quería matarlo. Sigo queriendo hacerlo, para qué engañarse. Cada vez que pienso en esos momentos, mis dedos se tensan con la necesidad de rasgar, con el deseo de violencia bruta, de ansia por destrozarle... Cuando me separaron de él, sujeta entre Enrique, Radar y tres Sabios, Loa estaba tirado en el suelo, con el rostro totalmente ensangrentado. Había sangre por todas partes.
La sangre de Loa. La sangre de Javier.
Grité durante mucho rato, seguro, aunque todo lo recuerdo en un profundo silencio. Sólo mucho después llegaron las voces, que decían que debíamos seguir con el ritual, que era imprescindible abrir aquel paso, recibir aquella ayuda.
Yo estaba demasiado agotada. Tenía la cabeza cargada y una presión horrible en el pecho. No dije nada cuando Loa realizó sus magias, y el cuerpo de Javier se puso lentamente en pie. Me recordó a Rolando, cuando me lo devolvieron burlonamente de la muerte. Frío. Muerto. Mío.
—Progresse, le Chasseur de démons (Avanza, Cazademonios) —ordenó Loa— Suivre le Modèle (Sigue el Patrón)
Javier empezó a caminar por las líneas del suelo, que le empapaban los pies. Se movían como sangre, se sentían como sangre. Loa y yo le seguimos, internándonos en el Patrón. Cuando el umbral del pasillo quedó atrás, tuvimos la sensación de avanzar por una nada luminosa, en la que sólo la sangre tenía importancia. Conducía. Orientaba... En el aire se deslizaban gotas rojas, temblorosas. Algunas nos caían encima. Nos rozaban los trozos de entraña. Casi vomité a un lado. Loa no me lo permitió.
—¡Non! ¡No! ¡No enturbies el Patrón! Vuelve a tragártelo —me gritó, poniéndome una mano en la boca, casi ahogándome. Qué irónico, pensé. En el mismo bando y nos odiábamos a muerte. Con gusto se lo hubiera arrojado a un Edterran—. Putain...
No sé el tiempo que tardamos en recorrerlo. El pobre cuervo vivo ni se movía, miraba a todas partes sobrecogido. Iba en una jaula, colgando de la túnica de Javier. Un muerto con un cuervo, sangre, sangre...
Al final, nos encontramos con Enrique y Radar, y seguimos un último tramo juntos. Frente a un umbral decorado con un millón de espirales sin fin, había una especie de altar.
—Sangre —pidió Loa, siguiendo el ritual, según lo acordado. Voy a odiar esa palabra el resto de mi vida. Sacó un puñal y cortó la mano de Enrique, obligándole a derramar varias gotas. La mano de Javier la tuvo que restregar sobre la piedra. Ningún corazón bombeaba en sus venas.
Las espirales empezaron fluctuar, girando, girando, buscándose unas a otras, estableciendo pautas.
Entonces, de pronto, algo vino desde el fondo, de atrás, devorando furiosamente las líneas del Patrón, destruyéndolo. Un remolino de nieblas densas, vertiginosas, de masas blandas, cintas húmedas y repugnantes, que nos impactó con fuerza, como el puñetazo de un gigante. Loa fue lanzado hacia atrás, y Radar, que se golpeó la cabeza con el altar y quedó inconsciente. Enrique salió despedido a un lado y Javier quedó de rodillas, convertido en un ser si voluntad. Yo apenas me tuve en pie, pero una mano surgió del viento oscuro y me agarró del cuello. Me levantó en volandas y me estampó sobre el altar. El golpe me arrebató todo el aire de los pulmones y dejó aturdida. Para cuando quise reaccionar, mi atacante dijo:
—Vremya prishlo.YA tvoĭ sluga, Uchitelʹ! (El momento ha llegado. ¡Soy tu siervo, Amo!)
Y me clavó un estilete largo, largo, largo y terrible, en el estómago.
Qué decir. Dolor es una palabra demasiado breve para algo tan inmenso... Grité enloquecida, mientras mi sangre desbordaba por todos lados, salpicaba, y se mezclaba con las otras que habían empapado ya el altar.
Con un atisbo de lucidez, pude fijar la vista. Quería saber quién era nuestro atacante, el hechicero inmenso que se había abierto paso desgarrando de tal modo ese tejido mágico.
Era Volodia Popov.
Las espirales giraron, estableciendo otros caminos distintos, otras posibilidades. Una fuerte ráfaga de viento helado con olor a tumba surgió del umbral de piedra, me congeló los huesos.
—Al fin, devushka —dijo Popov, entusiasmado—. ¡Al fin!
Y la forma oscura del Amo, la densa negrura que se expandía como tentáculos por todas partes, empezó a surgir del Umbral. Se deslizó, con la violencia de una inundación, como las aguas negras e impetuosas de un pantano roto y desbordado, recorriendo las espirales, las curvas y giros infinitos, recorriendo el largo camino que nos había separado. La monstruosa silueta chapoteó, cubrió el altar, me cubrió a mí...
—¡No te resistas, devushka! —oí gritar a Popov—. El Amo está hambriento y sus apetitos son infinitos. Acepta el honor de ser su alimento y el recipiente de su placer...
Y el viejo loco empezó a cantar. Cantaba mientras la negrura desgarraba mi ropa, la consumía, la convertía en nada. Se pegó a mi cuerpo desnudo, me tensó, me alzó en el aire y me arqueó, entró por mi boca y mis ojos, por oídos y nariz, por mis esfínteres, por cada poro, por la herida abierta de mi vientre, aún atravesado por el estilete, clavándome en un tormento oscuro que supe sería eterno.
Estaba furioso conmigo, por lo ocurrido en el Cementerio C. Estaba hambriento.
Estaba preparándose para un combate mayor.
Entonces, el Umbral chasqueó otra vez con fuerza. No lo supe entonces, pero las espirales volvieron a girar. Empujando desde alguna parte, una figura se abrió paso con voluntad, una voluntad mayor que cualquier distancia mágica. Irrumpió en nuestra realidad con la forma de un destello capaz de disolver cualquier oscuridad. Se estampó contra el Amo, entró en él, hasta el fondo de su negra forma, desgarrando, cortando y destruyendo.
Y entonces se oyó un grito aterrador, una explosión, un chirrido. El Amo se agitó, forcejeando, intentó luchar, intentó magias impensables, pero no tenía nada que hacer ya, porque estaba herido de muerte. Se transformó en guedejas sucias, que fueron arrastradas por un viento nuevo, de vuelta hacia el Umbral, quizá a su mundo o a cualquier otro. Lejos de este, en todo caso.
Caí, jadeando, sobre la piedra del altar, cubierta de sangre y lodo negro, impregnada por el sabor y el olor de aquella cosa. Y, entonces, le vi.
Era Rolando.
Lo era, y a la vez, era alguien muy distinto. No sé, realmente, dónde estaba la diferencia. En el modo en que se movía, quizá; en el aura que emanaba de él... En sus ojos, oscuros con reflejos rojizos, como tizones en llamas.
Jadeé, sin saber qué hacer o qué pensar.
—Ha hecho lo que tenía que hacer, como su hermano —susurró Loa, de pronto. Le vi junto a mí, al otro lado del altar. Había admiración en su voz, por primera vez desde que le conocí—. Fue humano, fue fantasma, y se ha transformado en demonio para, en el momento más oscuro, luchar en la última batalla.
Estaba desnuda. Intenté taparme. Me miró con desprecio y no se lo pude reprochar, tontería la mía del recato cuando me estaba muriendo. Loa arrancó el estilete que me atravesaba el estómago y casi me desmayé por el dolor, pero no, hubiese sido demasiada suerte.
Afortunadamente, Loa había llegado a la conclusión de que le beneficiaba ayudarme. Puso en la herida la otra mano. Dijo algo, no sé qué; pero la herida se curó, y el dolor se desvaneció.
Más allá, Popov temblaba, mientras Rolando se acercaba a él, clavando firmemente huellas con olor a azufre en el Patrón desgarrado. Cuando le tuvo delante, Popov cayó de rodillas, humillándose, admitiendo su derrota. No hablaron. Estaba todo dicho.
Loa se acercó, le tendió el estilete a Rolando. Lo cogió.
Popov inclinó la cabeza, como ganado sometiéndose al sacrificio. Rolando alzó la mano libre y, con un dedo, buscó un punto concreto en la base de su cráneo,. Entonces, empezó a clavar el arma, lentamente., lentamente, cada vez más profundo, pero cada vez más lentamente... Supongo que fue por su voluntad que Popov tardara tanto en morir, porque yo hubiese dicho que era una zona muy vulnerable, idónea para una muerte inmediata. Pero no, no moría, no conseguía morir.
También es verdad que, en el Patrón el tiempo es otro, sé que es otro, la distorsión afecta al templo pero en el Patrón está el núcleo y todo es más intenso. En sus largos minutos, en sus inmensas horas, el viejo Volodia Popov tuvo tiempo de pensar y arrepentirse de lo hecho, de todos sus crímenes, mientras el estilete de Rolando desgarraba físicamente, poco a poco, cuanto había sido.
Temblaba por completo, oh, ya lo creo, y se lo hizo todo encima, incapaz de controlarse en medio de tanto dolor. Ahí ya sí que suplicaba, gritaba, berreaba desaforadamente pidiendo una clemencia que jamás llegó, ahogado en su propia sangre.
Rolando no tuvo ninguna prisa.
Desde el principio, Loa había colocado un cáliz bajo el rostro de Popov, recogiendo cuanta sangre pudo. Cuando el ruso cayó finalmente muerto, derrumbándose a un lado como algo inservible y sin ningún interés, Loa alzó los ojos hacia Rolando. Le ofreció el cáliz con ambas manos. Rolando lo tomó.
—También estás muerto, Loa —declaró. Loa se puso mortalmente pálido. Inclinó la cabeza del mismo modo en que la había inclinado Popov y sé que se hubiese dejado sacrificar del mismo modo, pero Rolando tenía otros planes para él. Vertió lentamente la sangre del cáliz sobre su cabeza y su frente, en un remedo espantoso del bautismo. Su voz también era otra. La misma, pero distinta. Profunda, cavernosa, como llegada desde ese otro mundo en el que había renacido—. Seguirás ahora, respirarás mientras me seas útil, pero ni un segundo más. Estás tan muerto como los hombres muertos de Rodrigo. —Hizo una ligera pausa. Bebió un sorbo de lo que quedaba en el cáliz y se lo devolvió. La sangre de Popov manchaba sus labios. Los lamió—. Como mi hermano.
Entonces me miró. Yo estaba sentada en el altar, desnuda, empapada de sangre y oscuridad de la cabeza a los pies. Me tendió una mano.
—Nos vamos a Berlín —me dijo.