domingo, 20 de noviembre de 2011

Un Domingo en la Raíz del Delirio

La juventud de Baco, William-Adolphe Bouguereau, 1884
Este cuadro expresa bien la idea de lo que quiero contar. Siempre me ha parecido inquietante la alegría, el bullicio aparentemente normal del grupo, que está divirtiéndose sin pausa, indiferente al terror que inspira esa figura central, derrumbada sobre su propia sangre. Que pudiera ser una tela, o vino, claro. Pero pudiera ser sangre, mirada con otros ojos... 

Y, como dicen algunos ¿qué es el vino, sino la sangre de la Madre Tierra?

Si algo he aprendido, es que lo que cuenta es el antes y el después. El instante apenas dura eso, el segundo efímero que se pierde entre los labios, dejando solo ceniza.

Recuerdo haber despertado, volviendo desde un sueño profundo y muy negro. ¿Cómo es posible?, me pregunté. ¿Cómo me quedé dormida? No conseguía recordarlo. Estaba en el elegante salón de mis padres, en Bilbao, sentada en un sillón. Rolando estaba en el otro, frente a mí. Mi madre, en el sofá. Olía a café recién hecho.

Mi padre, de pie, cruzado de brazos, me miraba con reproche.

—Reb —¿Reb? ¿Cuándo me había llamado él Reb, y más por aquella época? Siempre era un Rebeca contundente como un mazazo, seco y formal—. ¿Quieres hacer el favor de atender? Estamos hablando de tu futuro.

—Mi futuro... —¿Tenía un futuro? Aturdida, miré a Rolando, que sonreía, y me di cuenta de que no era Rolando, era Julián. El muchacho rebelde y demasiado joven, demasiado inexperto como para afrontar... en aquel momento no conseguí recordar qué era lo que me atemorizaba. Sabía que había algo, pero... Miré una bombilla. 

Creo que fluctuó. Creo que pensé en centrales energéticas. No entendí a qué venía eso.

—Por supuesto —mi padre suspiró—. La situación es la que es, y no se puede cambiar: esperáis un hijo, y habrá que tomar medidas.

—Señor Goyri... —empezó Rolando, pero mi padre le cortó. Eso sí me sonó plausible, pero no lo que vino a continuación. Era como estar viendo una película conocida, pero con otro doblaje. Me sentía cada vez más asombrada.

—No, Julián, no hay más que discutir —dijo mi padre, con un tono amable que jamás usó Salvador Goyri , y menos con él—. Hubiese preferido que esperaseis un poco, pero...En fin, tal como hemos acordado, os casaréis dentro de un mes. Puedo conseguiros la capilla gótica de Deusto...

—Oh, sí. Es un lugar precioso —suspiró mi madre, que estaba haciendo punto. Jamás la había visto hacer punto.

—Sí, bueno. —El Gran Goyri bufó—. Hubiese preferido la basílica de Begoña, pero me da que será imposible, con tantas prisas. Da igual. Lo que cuenta es solucionarlo.

Julián suspiró con desmayo.

—Pero, señor Goyri, no queremos casarnos por la iglesia...

—Y yo no quiero esta situación, pero me aguanto. Haréis lo que digo. Yo me ocuparé de todos los gastos. Ambos seguiréis estudiando. Irás a la Universidad -—me dijo a mí. Se volvió otra vez hacia Julián—. Y tú, ya puedes irte olvidando de irte a salvar negritos. Solo faltaría. Como si no tuviéramos aquí suficientemente jodida la cosa. Te quedas, y ganas dinero, cuanto más mejor, que tendrás que mantener a tu familia y Rebeca no va a conformarse con cualquier cosa. Está acostumbrada a lo mejor, y tú tendrás que dárselo.

Julián hizo una mueca. Me miró y supe lo que pensaba: aquel hijo era una carga, una cadena que iba a romper por completo todos sus sueños. No era eso lo que quería. No en ese momento, no así.

No puede ser, no puede ser... pensé, angustiada.

Y, entonces, todo volvió a fluctuar.

Julián me miraba sonriendo.

—Jamás he deseado nada tanto, en toda mi vida —aseguró, sonriendo. Se levantó, vino hacia mí y clavó una rodilla en tierra, tomando mi mano—. Casémonos, Reb. Lo demás, son todo tonterías, chiquilladas, absurdos de juventud. Ya va siendo hora de que siente la cabeza. Tengamos ese hijo, tengamos una vida tranquila y feliz. Nada nos perturbará...

Pero, desde su rodilla, se estaba extendiendo una grieta que cortaba el salón de lado a lado. Los extremos se separaron, con un crujido, dejando salir una especie de neblina.

Como en el cuadro, nada varió en los giros de la danza, ninguno pareció darse cuenta: ni Julián, ni mi padre, ni mi madre...

El bucardo, pensé. Estaba atrapada, como él, entre lo real y lo que ya se ha perdido. Estás nadando en la negrura, me dijo una voz, pero entonces no entendí a qué se estaba refiriendo.

Y me vi de pie, junto a la puerta del pasillo, que estaba cerrada., los colores del cristal esmerilado parecían fundirse una y otra vez sobre sí mismos, mostrando distintas formas A un lado, junto a la librería, mi padre y Julián hablaban animadamente porque, lo supe, se llevaban muy bien. La escena resultaría perfecta de no ser porque lo que tejía mi madre era una larga telaraña que se perdía en la oscuridad de la grieta. El tejido estaba tenso, muy tenso, como si algo tirase de él, desde abajo.

En el sillón en el que antes estaba Julián se sentaba ahora Javier. Me sonrió. Del orificio de la bala de su sien fluía continuamente sangre, que caía hasta terminar también en ese abismo.

—Es el sitio de Julián, ya lo sé. Es que no sabía dónde ponerme. Nunca he tenido un lugar propio ¿sabes, cariño?

—Por dios, por dios... —susurré. Mi madre me miró, con ojos oscuros, sin blanco alguno.

—No salgas, Reb. Si sales, lo perderás.

—¿El qué?

—Todo. —Hizo un gesto, a cuanto nos rodeaba—. ¿No te hubiese gustado que fuera de otro modo, tu vida? Pues aquí tienes la oportunidad.

Y volvía a estar sentada en el sillón, y mi padre hablaba de la capilla gótica. Julián reía, Javier servía champán para brindar.

—Para ti solo un poquito, Reb —me dijo. Sirvió apenas un dedo. Cayeron dos gotas de sangre en aquel líquido tan dorado—. ¡No quiero que sufra mi sobrino!

—O sobrina —intervino Julián, feliz. La sangre se diluyó en el champán, desapareció, como si nunca hubiese existido, pero me dio espanto la idea de beberlo.

—No es cierto, no es cierto. —Me levanté.

—¿Qué te pasa? —preguntó mi padre, aunque sonreía. Todos brindaban. La luz de las lámparas provocaba sombras intensas. Sentí que me ahogaba., que me faltaba el aire. Fui hacia la puerta.

—No salgas, Reb —repitió mi madre. Aquí, puedo protegerte. Aquí, puedes conseguir lo que siempre has echado de menos.

Les miré. Mis padres, Javier... Julián, joven, serían míos todos sus momentos, nada de lo ocurrido habría pasado, nada sería como fue.

Y entonces recordé cómo fue. Y que un ser puede tener muchos futuros, y hasta quizá más de un presente, pero un solo pasado.

—No es real —dije. Mi madre me miró con gravedad. Su voz no era la suya. Era la de la mujer de los pirineos.

—¿Y qué es la realidad, Rebeca? Ves los errores porque te resistes. Pero podrías no verlos. Y vivirías cada instante.

—No es real —repetí. Abrí la puerta. Al otro lado, solo había oscuridad.

—Reb —me llamó Julián. Le miré y lo comprendí: era Julián, nunca sería Rolando. Y aunque quise mucho a aquel muchacho, mi obsesión tuvo más que ver con el trauma sufrido con su abandono y todo lo que vino luego, que con el amor. 

De quien realmente me enamoré, tanto tiempo después, fue de Rolando.

Abrí la boca para decir algo, pero las sombras carecían de importancia y la mujer que simulaba ser mi madre entendió perfectamente lo que estaba pensando. Asintió.

Yo atravesé el umbral y sentí la roca helada bajo mi mejilla...

Me había desmayado, tras disparar la bala contra Pabrich. Superada por la tensión, intoxicada por la negrura de la sima, había soñado delirios imposibles, sumiéndome en una especie de coma, según me dijeron. No lo sé, creo que, de verdad, hubiese podido quedarme por siempre en aquel salón...

En todo caso, no duró más que unos minutos. Desperté a tiempo de escuchar las estupideces de ese desconocido, que hablaba de Pabrich como si fuera un arcángel vengador del ser humano, adalid de justicia y bondad. Un hijo de puta con todas las palabras que se había atribuido el derecho de decidir sobre el destino ajeno, eso es lo que era. Como tantos otros. Si leía algo en las almas, se equivocó en lo que debía hacer con esa información. Y vaya, me río de la ironía: el tío viene, porque sabe que "tú eres malo", "tú eres bueno", y se pone a hacer barbaridades que demuestran que él es el peor. Anda ya.

Me olvidé de todos ellos, contenta de poder abrazar a Rolando.

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