sábado, 26 de noviembre de 2011

Sábado de Adiós en Villa A

A Woodland Stream, 1923, Peder Monsted
La verdad, con todo lo sucedido, no pensaba decir nada más, no le encontraba mucho sentido.  Supongo que me siento cansada, han sido meses de gran esfuerzo, de tensión continua, y ahora, con el súbito desenlace, me siento vacía. Agotada. Pero también he visto los blogs de otros compañeros, de Adela, de Blanca, de Rodrigo... He visto los enlaces a los que ahora guardan silencio y ya no contarán  nada más, los de aquellos que cayeron a lo largo de toda esta historia, como Déborah o Hidalgocinis,  y creo que al menos debo despedirme.

Sinceramente, no sé si es un final. Quizá cambie de opinión mañana y sorprenda a todos con una entrada de esas larguísimas que tanto agobiaron a más de uno. No sé si este blog sigue teniendo sentido, si a alguien que no sea yo le seguirá interesando saber cómo irá mi vida en el futuro, o si es mejor dejarlo en este punto. Ya veré.

Lo que importa, es que hemos vuelto a Villa A, haciendo un camino de retorno que ha sido más breve, y curiosamente más triste. Está todo... distinto. Aunque la amenaza mayor ha desaparecido, aunque Pabrich ha caído, el mundo ya nunca será igual. Hay hordas de zombis dando tumbos por ahí, y demonios que siguen sus propios intereses. Me pregunto si los Edterran seguirán reuniendo almas para permitir el paso de sus Amos. Supongo que habrán quedado grietas por el mundo, que la magia ahora fluirá con mayor fuerza...

No he querido saber más del nuevo orden que quiere organizarse, ni he querido que me implicasen en todo lo sucedido más de lo que ya lo he estado. Prefiero que el mundo piense que Rolando y Rodrigo acabaron con Pabrich, gracias a Espiga de Arroz. Al fin y al cabo, el poco mérito que pudiera tener, ni siquiera fue realmente mío. Cuando estás tan desesperado que no te quedan más opciones, no sé si se puede hablar de heroísmo.

Hemos vuelto a Villa A, Jon, Enrique, Rolando y yo. Pensé que Enrique se quedaría en Berlín, esa intención tenía, pero Rolando se reunió con él a solas, y al final se unió a nosotros. No he hablado con él. Desde aquel suceso con la Madre, aquella intimidad forzada y engañosa que tuvimos, no hemos vuelto a ser los mismos. Quizá algún día...

También nos hemos traído a Elsa. Estando su padre muerto, qué íbamos a hacer. Solo espero que Jon haya aprendido algo y no me vuelva a dar un susto antes de tiempo.

En Villa A todo parece tan tranquilo... He elegido ese cuadro de Monsted para el gráfico porque es así como veo el mundo, con esa bellísima luz que hace pensar en un nuevo comienzo, una nueva oportunidad. Seguro que tendremos que cuidarnos bien de posibles amenazas, pero al menos ya no tenemos una sensación de peligro inminente continuo, como antes. 

Mi madre, Bea, y el doctor Contreras estaban bien, y muy felices de vernos. Con ellos encontramos media docena más de personas, refugiados que se habían ido quedando, en vez de seguir su deambular hacia ninguna parte. Ahora formamos una pequeña comunidad. Creo que reorganizaremos el Pueblo B, que es el más cercano, para poder alojar a más refugiados. En Bilbao las cosas siguen problemáticas, pero por culpa de los humanos, aunque se habla de un ejército de zombis en Derio, donde estaba el cementerio. Al parecer, se ha convertido en un lugar tremendamente peligroso.

Rolando tiene intenciones de ir y venir, como hizo en el comienzo de nuestra aventura. Sé que le necesitan. Los seres humanos, sin consideración de raza, país o religión, necesitan crear una nueva forma de gobierno que, espero, será mejor que la que teníamos. Ha intentado convencerme para que me una a ellos, que viaje con él, que sea parte activa de ese resurgir. Pero... Es que no, no me veo. Concibo el mundo como círculos que se superponen, y prefiero los límites cercanos y conocidos.: mi pareja y mis hijos, mi familia, mis amigos... No me da para nada más. No me gustan las multitudes, no me gustan las generalidades. Prefiero quedarme en mi huerto de Villa A y pasar mis horas hablando con aquellos que de verdad me quieren.

No, mi tiempo de salvar el mundo ya ha terminado. Me quedaré aquí. Pero, incluso así, seré parte de ese nuevo ciclo que empieza. 

Exactamente igual que tú.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Un Domingo en la Raíz del Delirio

La juventud de Baco, William-Adolphe Bouguereau, 1884
Este cuadro expresa bien la idea de lo que quiero contar. Siempre me ha parecido inquietante la alegría, el bullicio aparentemente normal del grupo, que está divirtiéndose sin pausa, indiferente al terror que inspira esa figura central, derrumbada sobre su propia sangre. Que pudiera ser una tela, o vino, claro. Pero pudiera ser sangre, mirada con otros ojos... 

Y, como dicen algunos ¿qué es el vino, sino la sangre de la Madre Tierra?

Si algo he aprendido, es que lo que cuenta es el antes y el después. El instante apenas dura eso, el segundo efímero que se pierde entre los labios, dejando solo ceniza.

Recuerdo haber despertado, volviendo desde un sueño profundo y muy negro. ¿Cómo es posible?, me pregunté. ¿Cómo me quedé dormida? No conseguía recordarlo. Estaba en el elegante salón de mis padres, en Bilbao, sentada en un sillón. Rolando estaba en el otro, frente a mí. Mi madre, en el sofá. Olía a café recién hecho.

Mi padre, de pie, cruzado de brazos, me miraba con reproche.

—Reb —¿Reb? ¿Cuándo me había llamado él Reb, y más por aquella época? Siempre era un Rebeca contundente como un mazazo, seco y formal—. ¿Quieres hacer el favor de atender? Estamos hablando de tu futuro.

—Mi futuro... —¿Tenía un futuro? Aturdida, miré a Rolando, que sonreía, y me di cuenta de que no era Rolando, era Julián. El muchacho rebelde y demasiado joven, demasiado inexperto como para afrontar... en aquel momento no conseguí recordar qué era lo que me atemorizaba. Sabía que había algo, pero... Miré una bombilla. 

Creo que fluctuó. Creo que pensé en centrales energéticas. No entendí a qué venía eso.

—Por supuesto —mi padre suspiró—. La situación es la que es, y no se puede cambiar: esperáis un hijo, y habrá que tomar medidas.

—Señor Goyri... —empezó Rolando, pero mi padre le cortó. Eso sí me sonó plausible, pero no lo que vino a continuación. Era como estar viendo una película conocida, pero con otro doblaje. Me sentía cada vez más asombrada.

—No, Julián, no hay más que discutir —dijo mi padre, con un tono amable que jamás usó Salvador Goyri , y menos con él—. Hubiese preferido que esperaseis un poco, pero...En fin, tal como hemos acordado, os casaréis dentro de un mes. Puedo conseguiros la capilla gótica de Deusto...

—Oh, sí. Es un lugar precioso —suspiró mi madre, que estaba haciendo punto. Jamás la había visto hacer punto.

—Sí, bueno. —El Gran Goyri bufó—. Hubiese preferido la basílica de Begoña, pero me da que será imposible, con tantas prisas. Da igual. Lo que cuenta es solucionarlo.

Julián suspiró con desmayo.

—Pero, señor Goyri, no queremos casarnos por la iglesia...

—Y yo no quiero esta situación, pero me aguanto. Haréis lo que digo. Yo me ocuparé de todos los gastos. Ambos seguiréis estudiando. Irás a la Universidad -—me dijo a mí. Se volvió otra vez hacia Julián—. Y tú, ya puedes irte olvidando de irte a salvar negritos. Solo faltaría. Como si no tuviéramos aquí suficientemente jodida la cosa. Te quedas, y ganas dinero, cuanto más mejor, que tendrás que mantener a tu familia y Rebeca no va a conformarse con cualquier cosa. Está acostumbrada a lo mejor, y tú tendrás que dárselo.

Julián hizo una mueca. Me miró y supe lo que pensaba: aquel hijo era una carga, una cadena que iba a romper por completo todos sus sueños. No era eso lo que quería. No en ese momento, no así.

No puede ser, no puede ser... pensé, angustiada.

Y, entonces, todo volvió a fluctuar.

Julián me miraba sonriendo.

—Jamás he deseado nada tanto, en toda mi vida —aseguró, sonriendo. Se levantó, vino hacia mí y clavó una rodilla en tierra, tomando mi mano—. Casémonos, Reb. Lo demás, son todo tonterías, chiquilladas, absurdos de juventud. Ya va siendo hora de que siente la cabeza. Tengamos ese hijo, tengamos una vida tranquila y feliz. Nada nos perturbará...

Pero, desde su rodilla, se estaba extendiendo una grieta que cortaba el salón de lado a lado. Los extremos se separaron, con un crujido, dejando salir una especie de neblina.

Como en el cuadro, nada varió en los giros de la danza, ninguno pareció darse cuenta: ni Julián, ni mi padre, ni mi madre...

El bucardo, pensé. Estaba atrapada, como él, entre lo real y lo que ya se ha perdido. Estás nadando en la negrura, me dijo una voz, pero entonces no entendí a qué se estaba refiriendo.

Y me vi de pie, junto a la puerta del pasillo, que estaba cerrada., los colores del cristal esmerilado parecían fundirse una y otra vez sobre sí mismos, mostrando distintas formas A un lado, junto a la librería, mi padre y Julián hablaban animadamente porque, lo supe, se llevaban muy bien. La escena resultaría perfecta de no ser porque lo que tejía mi madre era una larga telaraña que se perdía en la oscuridad de la grieta. El tejido estaba tenso, muy tenso, como si algo tirase de él, desde abajo.

En el sillón en el que antes estaba Julián se sentaba ahora Javier. Me sonrió. Del orificio de la bala de su sien fluía continuamente sangre, que caía hasta terminar también en ese abismo.

—Es el sitio de Julián, ya lo sé. Es que no sabía dónde ponerme. Nunca he tenido un lugar propio ¿sabes, cariño?

—Por dios, por dios... —susurré. Mi madre me miró, con ojos oscuros, sin blanco alguno.

—No salgas, Reb. Si sales, lo perderás.

—¿El qué?

—Todo. —Hizo un gesto, a cuanto nos rodeaba—. ¿No te hubiese gustado que fuera de otro modo, tu vida? Pues aquí tienes la oportunidad.

Y volvía a estar sentada en el sillón, y mi padre hablaba de la capilla gótica. Julián reía, Javier servía champán para brindar.

—Para ti solo un poquito, Reb —me dijo. Sirvió apenas un dedo. Cayeron dos gotas de sangre en aquel líquido tan dorado—. ¡No quiero que sufra mi sobrino!

—O sobrina —intervino Julián, feliz. La sangre se diluyó en el champán, desapareció, como si nunca hubiese existido, pero me dio espanto la idea de beberlo.

—No es cierto, no es cierto. —Me levanté.

—¿Qué te pasa? —preguntó mi padre, aunque sonreía. Todos brindaban. La luz de las lámparas provocaba sombras intensas. Sentí que me ahogaba., que me faltaba el aire. Fui hacia la puerta.

—No salgas, Reb —repitió mi madre. Aquí, puedo protegerte. Aquí, puedes conseguir lo que siempre has echado de menos.

Les miré. Mis padres, Javier... Julián, joven, serían míos todos sus momentos, nada de lo ocurrido habría pasado, nada sería como fue.

Y entonces recordé cómo fue. Y que un ser puede tener muchos futuros, y hasta quizá más de un presente, pero un solo pasado.

—No es real —dije. Mi madre me miró con gravedad. Su voz no era la suya. Era la de la mujer de los pirineos.

—¿Y qué es la realidad, Rebeca? Ves los errores porque te resistes. Pero podrías no verlos. Y vivirías cada instante.

—No es real —repetí. Abrí la puerta. Al otro lado, solo había oscuridad.

—Reb —me llamó Julián. Le miré y lo comprendí: era Julián, nunca sería Rolando. Y aunque quise mucho a aquel muchacho, mi obsesión tuvo más que ver con el trauma sufrido con su abandono y todo lo que vino luego, que con el amor. 

De quien realmente me enamoré, tanto tiempo después, fue de Rolando.

Abrí la boca para decir algo, pero las sombras carecían de importancia y la mujer que simulaba ser mi madre entendió perfectamente lo que estaba pensando. Asintió.

Yo atravesé el umbral y sentí la roca helada bajo mi mejilla...

Me había desmayado, tras disparar la bala contra Pabrich. Superada por la tensión, intoxicada por la negrura de la sima, había soñado delirios imposibles, sumiéndome en una especie de coma, según me dijeron. No lo sé, creo que, de verdad, hubiese podido quedarme por siempre en aquel salón...

En todo caso, no duró más que unos minutos. Desperté a tiempo de escuchar las estupideces de ese desconocido, que hablaba de Pabrich como si fuera un arcángel vengador del ser humano, adalid de justicia y bondad. Un hijo de puta con todas las palabras que se había atribuido el derecho de decidir sobre el destino ajeno, eso es lo que era. Como tantos otros. Si leía algo en las almas, se equivocó en lo que debía hacer con esa información. Y vaya, me río de la ironía: el tío viene, porque sabe que "tú eres malo", "tú eres bueno", y se pone a hacer barbaridades que demuestran que él es el peor. Anda ya.

Me olvidé de todos ellos, contenta de poder abrazar a Rolando.

sábado, 12 de noviembre de 2011

El Sábado de la Herida Madre Tierra

Gráfico , combinado a partir de:
CG Jewelry Design,
http://www.alldzine.com
Athènes, Parthénon,
Joëlle Morin
ambas, CC 3.0
—REBECAAAA,  REBECAAAA, NO MATES A ROLANDO…. LA PROFECÍA ES FALSAAAA, NO DISPARESSSS.....

La voz retumbó en la gran sala de Pabrich, sobresaltándome de tal modo que casi presioné el gatillo por su culpa Era Rodrigo, y justo a tiempo. Me volví. Por la galería llegaban Blanca y Rodrigo, cubiertos de tierra, pólvora y sangre, armado él con Espiga de Arroz, que emitía un murmullo sordo, vibrando con hostilidad en la roca que nos rodeaba.

Rodrigo dio un salto asombroso, descolgándose desde la galería hasta la plataforma central, donde peleaban Rolando y Pabrich, observados por los dragones muertos y los sectarios vestidos con túnicas. Allí rugió el León, amenazando a todos los presentes, y lanzó la espada contra el suelo. Como en un remedo de Excalibur, el arma se clavó firmemente en la roca, y emitió un potente brillo que se extendió y se extendió por el lugar, y lo colapsó todo durante unos segundos.

La caverna entera se estremeció a nuestro alrededor. Aquella arquitectura insana y aterradora se quebró en algunos puntos; varias columnas se derrumbaron y arrastraron consigo decenas de formas convulsas. Tanto los vivos como los muertos fueron tragados por la negrura de ese abismo. Ninguno gritaba.

Pabrich soltó a Rolando, miró a Rodrigo y creo que intentó algo con sus dragones muertos, pero lo que fuera no funcionó. Entonces, buscó rápidamente con la mirada y localizó a Blanca. Ella le observaba de frente, pálida, elegante, casi regia. Tan distinta de la Blanca superficial que conocí, pensé. Aquella solo sabía hablar de los colores de la nueva temporada, o de las sandalias que venían para el verano. Pero los ojos de esta Blanca orgullosa y terrible que había regresado de las Tierras de los Muertos habían visto mucho, y se enfrentaba al abismo y a nuestro adversario sin miedo. 

Pero no en vano Pabrich era el Rey. No un demonio cualquiera, no una aterradora criatura de otro mundo, no. Era el Rey, y tenía nombre propio y más recursos que nadie. Sin dudar, alzó la mano hacia ella. Un segundo antes estaba vacía, excepto por la sangre de Rolando, sangre oscura que se deslizaba en gruesas gotas, pero casi sin transición vi un objeto... una pistola, o quizá un cetro extraño. Algo que lanzó un rayo de un blanco intenso, golpeó a Blanca y la dejó paralizada.

Pienso, ahora, que no quería matarla.Quizá seguía con sus planes de someterla y apropiarse de su poder...

Entonces, no me planteé nada, solo observé aterrada cómo Blanca quedaba convertida en una estatua en el tiempo, y cómo los dragones muertos y los hombres de túnica de las plataformas paralelas al escenario central  se lanzaban sobre Rodrigo, con lo que comenzó una lucha en la que no pude centrarme. Porque, Pabrich y Rolando habían vuelto a enfrentarse. Creo que Rolando, al oír también la advertencia, había recuperado algo de esperanza. Ya no se iba a dejar vencer, no se iba a dejar matar por conseguir el objetivo. Ahora quería vivir, y ganar... Y matar

Se enzarzaron en un combate muy cerrado, a mordiscos y golpes, algo brutal y sangriento. Si usaba a Steampunk, podía ocurrir una desgracia. Estaba pensando qué hacer cuando, deslizándose desde lo alto de la columna en la que me apoyaba, gateando hacia abajo de forma aterradora, vi aparecer uno de los dragones muertos. Antes de que me diera tiempo a reaccionar, me golpeó con una garra, lanzándome al suelo y Steampunk se me escapó de entre las manos.

Sentí que iba a desmayarme. ¡Qué dolor! Y entonces algo se estampó contra mi boca, algo con sabor a hierbas podridas, con la textura áspera de cenizas sin tamizar y huesos pulverizados. Aquello se convirtió en una pasta repugnante en mi lengua, entró como polvo por mi nariz, sofocando mis pulmones:  su sabor me invadió, un sabor amargo, muy intenso, que me provocó arcadas y me descompuso el cuerpo. Intenté forcejear, pero me abofetearon otra vez. Al menos, eso sirvió para alejar aquella cosa de mí.

Cuando pude mirar, comprobé que el dragón se había quedado acuclillado en lo alto de la barandilla, oscilando lentamente sobre sus patas, clavados en mí sus ojos muertos. Yo retrocedí arrastrándome  sobre pies y manos como pude, escupiendo, intentando liberarme de aquel espantoso sabor. Y si eso fuera  todo... Noté que aquello que me habían obligado a tragar me robaba las fuerzas, aturdiendo mi mente, ardiendo en mis venas mientras consumía toda energía.

Loa se acercó lentamente. Todavía llevaba un puñado de aquel compuesto de hierbas y otras cosas en la mano. Miró a lo lejos, a Blanca, asegurándose de que seguía inmóvil, se inclinó y recogió a Steampunk.

—Está claro que, si quieres que las cosas salgan bien, tienes que hacerlas tú mismo —me dijo, y sonrió—. Vamos, Rebeca, suplica. Quiero oírte suplicar.

—Tú... Tú lo sabías...

No tuve que explicar más. Loa asintió.

—Claro que sí. Ese pobre tonto de Andy puso un mensaje en su blog. Intentó avisarte de que la profecía era falsa. Ahora está muerto. No podía permitirlo. Rolando tiene que morir. —Se recolocó las gafas—. Lo sabes tan bien como yo, mientras él viva, me tiene dominado y puede condenarme a una eternidad de dolor. —Ajustó Steampunk para un disparo—.  Pero, tú... —Sus pupilas parecieron reforzar su presión—. Si suplicas, si eres lo bastante lista como para arrastrarte hasta mí, quizá me lo piense. Te contaré un secreto: no me divertiría tanto la victoria si estuvieras muerta. No ahora, al menos. No hay prisa, no es necesario adelantar acontecimientos. —Me pateó, lanzándome hacia un lado—. Tienes un par de segundos para pensártelo. Antes tengo que matar a una criatura estúpida que realmente se ha creído lo bastante poderosa como para convertirme en su esclavo. —Hizo un gesto hacia el dragón muerto, para que me vigilase, y se dirigió a la balconada.

Iba a usar Steampunk con Rolando.

Y, yo, realmente, ni lo pensé. Actué, sin más. Levanté una mano y lancé una descarga de energía contra el dragón, para quitármelo de encima, y luego otra más fuerte hacia la espalda de Loa. Le golpeó de lleno, brutalmente, y lo impulsó hacia delante, hasta darse de bruces con la barandilla. Sus protecciones mágicas le salvaron la vida, pero no impidieron que Steampunk se le escapase de entre los dedos, y cayó al abismo.

Yo me quedé totalmente agotada. Aquellas hierbas me habían anulado y había gastado unas reservas con las que no sabía que contaba. Recuerdo ver el rostro de Loa, girando hacia mí con expresión asesina. Recuerdo que toda su cabeza estaba enmarcada en las explosiones de luz que provocaba el combate de Rolando y Pabrich, allá en su escenario de muerte.

Recuerdo que pensé que era el final...

Y, entonces...

No sé cómo explicarlo. Todo a nuestro alrededor vibró, como el anuncio de un terremoto, uno violento y salvaje. El temblor aumentó y aumentó, convirtiendo en ridículo el que provocó antes Espiga de Arroz. Más columnas cayeron, y toda una sección de la galería en la que nos encontrábamos se vino abajo. La zona en la que estábamos nosotros se inclinó peligrosamente.

Loa puso cara de sorpresa, pero solo duró un segundo. Luego, se derrumbó sobre sí mismo, disolviéndose en una miriada de puntitos oscuros, como si no hubiese sido más que una estatua de arena negra o alguna clase de polvo de huesos podridos como el que me había hecho tragar. Para cuando algunas de esas partículas cayeron al suelo, la mayor parte habían sido arrastradas por la fría brisa de la galería, hacia el abismo. El destino que correspondía a su negra alma.

Me levanté como pude y me asomé. Al otro lado de la oscuridad, la lucha proseguía. Tanto Rolando como Pabrich estaban agotados, pero no querían rendirse. Rodrigo había masacrado decenas de dragones muertos, y de hombres de túnicas blancas y rojas. Los giros de los cuerpos y las armas eran tan rápidos, había tanta sangre en el aire, que daba la impresión de formar todo parte de un bordado escarlata, frágil y exquisito. Me recordó el Patrón. Supe que aquel lugar se estaba cargando de magia.

Entonces, como en una nebulosa que cambiaba continuamente entre la oscuridad y la piedra pulverizada, vi el bucardo de los Pirineos, y la grieta, que rezumaba sangre a impulsos de un violento latido. Vi la mujer de los enigmas, que me dijo: "Es el dolor de la Madre Tierra". Y no sé qué me impulsó, pero me alcé sobre las puntas de los pies, cerré los ojos, abriéndome a la fuerza inmensa que me rodeaba, vaciándome hasta convertirme en un instrumento, un canal: y, entre mis dedos, surgió una esfera mágica, un punto luminoso, intenso.

No lo dudé, porque no era yo quien decidía: lo lancé hacia el abismo.

Allí estaba, Steampunk, apoyado de forma inestable en un trozo de columna que había caído con el primer temblor, el provocado por Espiga de Arroz. Y si algo podía acabar con Pabrich en esos momentos, era esa arma tan destructiva. Al menos, a mí no se me ocurría nada más, y lo que fuera que me había guiado hasta él me había abandonado de nuevo a mi suerte. Rápidamente, me descolgué por la barandilla, descendí agarrándome a las protuberancias de la pared de roca. Nunca he sido buena escalando, pero no era mucha la distancia. 

La negrura me tragó. No puedo explicar eso, no quiero hablar de ello, al menos no ahora... De no ser por el destello que me había regalado esa fuerza inmensa, me hubiese perdido en un espacio sin confines, sin un arriba o un abajo. Pero la luz me guió, titilando suavemente. Conseguí alcanzar el arma, me la colgué en bandolera y volví a subir.

Creo que fue justo a tiempo. Pabrich y Rolando podían ser seres eternos y, por tanto, capaces de combates eternos; pero Rodrigo no, ni Blanca, que se había unido también a la lucha y le estaba ayudando. Ambos estaban en medio de un caos de carnes rotas y miembros amputados, y sangraban y parecían cerca del agotamiento total.

Alcé a Steampunk. Apunté a Pabric, cuidadosamente.

Y, esta vez, disparé.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Aquel Viernes en la Oscuridad del Mundo...

Pues ahora no recuerdo de quién es este cuadro... lo pondré en cuanto pueda.
Eso sí, como todos los usados, es de dominio público.

Adela dice en su blog que ya todo ha terminado, y es cierto. Que algunos hemos sobrevivido... eso, no sé hasta qué punto es verdad. Ha sido una batalla larga, en la que no se distinguían  realmente los vivos de los muertos, todo convertido en una marea de cuerpos sangrando y cayendo, una masa de carne estremecida. Loa decía que la línea entre mundos era más tenue que nunca...

Mientras Adela combatía en tierra y Blanca reinaba en el aire, nosotros nos deslizamos en las entrañas del mundo. Son oscuras, y frías, créeme. Aunque, bueno, la oscuridad y el frío ya se sentían desde la distancia, cuando contemplé por primera vez esa imponente construcción que se estaba erigiendo Pabrich. Me hizo pensar en los antiguos faraones (tantas cosas que aprendí de Javier...), esos seres supremos, dioses encarnados, vínculos entre lo divino y lo humano. Solo alguien con el ego de un dios puede concebir una fortaleza como esa, una auténtica ciudadela de dimensiones aterradoras, incrustándose siempre hacia abajo, alzándose siempre hacia arriba. Sus formas eran repugnantes y extrañas ya por fuera. Por dentro...

Pensé en el Patrón. Pensé en la magia retorciendo la materia, en poderes extraños a este mundo, quizá a esta realidad, quebrándola como cristal fino...

No había ninguna uniformidad, ningún orden, en aquel interior de roca desgarrada. Todo era caos. En las zonas más trabajadas por los esclavos, los pasillos eran  o estrechos, o inmensamente anchos; eran líneas rectas o formaban espirales. Había escaleras descendiendo abruptamente a la negrura, o rampas tan imperceptibles que ni te dabas cuenta de que aquella inmensa cosa te estaba devorando.

Abajo, abajo... Intentábamos pasar desapercibidos, pero no siempre era posible. Ya desde el primer nivel nos tropezamos con alguna que otra patrulla de dragones, zombis, y también guardias humanos, sectarios hijos de la gran puta dispuestos a vender a su propia especie a cambio de seguir con vida. Rolando era muy poderoso y Loa tenía sus recursos, y yo poseo un poder muy útil, además del Nuiz que heredé de Rolando, pero cada combate nos debilitaba, y los encuentros a veces se alargaban demasiado. Me hirieron, pero Loa me curó. Hirieron a Loa, pero Rolando le hizo algo que le arrancó grandes alaridos, pero paró la hemorragia.

Rolando no parecía notar nada, no se cansaba, no aminoraba el paso. Caminaba el primero, a buena velocidad, indicando el camino. Loa le seguía como el perro fiel que era. Y yo iba la última, remoloneando, tropezando conmigo misma, agobiada por el peso de Steampunk y por la certidumbre de que iba a tener que hacer lo que de ningún modo hubiese creído posible. 

Rolando había evitado el tema durante los últimos días. De hecho, me cortaba cada vez que intentaba discutir, hacerle razonar. A esas alturas, le hubiese pegado con gusto, porque yo me encontraba al borde del colapso, pero él manifestaba una seguridad y una claridad de mente envidiables. Supongo que, por mucho que me negara a verlo, ya había pasado el tiempo de las discusiones y las palabras, y los argumentos y las súplicas. Yo sabía lo que él esperaba de mí, y me sentía atrapada entre el deseo de tenerle y el miedo a decepcionarle. No podía imaginar un mundo en el que me odiase; y, mientras contemplaba su espalda, su silueta avanzando decidida, supe que si no le obedecía en eso, viviera o muriese, nada volvería a ser lo mismo.

La opción, me di cuenta, era vivir con su rechazo o con su recuerdo. 

—No llores, ma putain —me susurró Loa, reteniéndome un segundo en lo alto de una escalera, para que Rolando no le oyese—. El amo me ha dicho que, cuando haya muerto, cuando le hayas reventado ese alma maldita que le permite seguir en este mundo, te saque de aquí sana y salva. Que entonces seré libre. Por completo. Estaremos solos, tú y yo—Sus ojos atraparon el reflejo de unas antorchas. Me dio miedo—. Qué bien, ¿verdad?

Me solté de un tirón y corrí para reunirme con Rolando. No supe si él se había dado cuenta y opté por no mencionarlo. No era el momento. Estábamos acercándonos a Pabrich. Una frase maravillosa que implicaba estar en un trayecto, pero sin llegar al destino. Ojalá hubiésemos podido seguir bajando y bajando hasta caer por el otro lado del planeta. Fueron muchas horas, muchas, mientras arriba unos preparaban el combate en tierra y otros en el aire. Yo perdí la noción del tiempo y simplemente avanzaba dando tumbos, helada por dentro.

Incluso tuvimos que parar a descansar, agotados de caminar y luchar. Rolando no era humano, pero nosotros sí. Con Nuiz, con magia, pero humanos. Y habíamos caminado hasta el agotamiento, habíamos luchado una y otra vez, abriéndonos paso por la fuerza, habíamos recibido golpes y heridas... No nos teníamos en pie. Mientras Rolando hacía guardia, nos escondimos en un pequeño almacén y dormimos un par de horas.

Fue entonces cuando Loa me pidió el portátil. Lo había hecho otras veces, consulta cosas, como yo, hay mucha temática de vudú y creo también que accede a algún sitio privado, donde seguro que tiene archivos de magia y recetarios vudú variados. "Zombi al instante: cójase un cuerpo humano debidamente muerto, un poco de perejil, una pizca de canela y dos ramas de laurel. Salpimentar con el cántico "ale, ale" y bailar alrededor tres veces. Agítese antes de usarlo"

Pero, bueno, como yo guardo como oro en paño este blog (espero que ya solo Grecia lo siga leyendo, quizá Blanca, no sé si Adela...), puedo entender que uno quiera tener sus secretos y su privacidad; además, la primera vez se lo comenté a Rolando y él me dijo que no me preocupase, que Loa estaba convenientemente atado. Así que, como siempre, le dejé el ordenador. Y entonces no le di importancia, pero ahora entiendo la expresión de su rostro. Desconcertado. Esperanzado. Malévolo. 

Pero entonces lo atribuí a la contrariedad:

—No hay conexión —me dijo, al devolvérmelo. Comprobé que, efectivamente, algo le había pasado al maldito chisme, pero no fui más allá de maldecir la técnica en general y al inventor de las conexiones en particular, que vete a saber quién fue o si fue uno solo, ni idea. Rolando entró entonces, riñéndonos agriamente por el retraso, y me dio tanta rabia, con tanta angustia que estaba pasando por él, que metí el portátil en su funda y me olvidé por completo del asunto. Ya lo arreglarían Jon o Enrique, a nuestro regreso, me dije. Ellos entendían de esas cosas.

Y seguimos bajando y bajando, y pensé de verdad que estábamos atrapados en un descenso eterno.

Pero, no.

Casi por sorpresa dimos a una especie de galería que rodeaba una sala inmensa, con grandes plataformas circulares sostenidas por columnas sobre un abismo insondable. Allí, la geometría parecía haber enloquecido por completo: las líneas rectas se retorcían, los ángulos parecían crujir, como si intentaran cambiar de forma, forzándose a posiciones imposibles. La luz era roja, una luz hecha de magia residual, dijo Rolando, como heces de mil magias prohibidas. Las sombras, densas, pesadas, se agarraban a los bordes y se deslizaban por voluntad por los frisos que unían las columnas; había figuras allí, formas compulsivas cambiando continuamente, revelando una historia atroz. No me atreví a mirarlas más que un momento.

Más o menos, esa sala inmensa y extraña. Lo he hecho yo, sí,
entremezclando mil cosas con el photoshop
Por todo el lugar se veía hombres cubiertos con capas, blancas unos, rojas otros. Y, detrás, rodeándolo todo en un semicírculo pavoroso, capaz de amedrentar incluso a los trescientos de las Termópilas, una línea de dragones, Monoi mutados, pero también muertos. Zombis.

Cuerpos grises, pieles cenicientas, cruzadas por mil venas que más que eso parecían grietas y, total, estaban igualmente vacías...

—¿Podrás dominarlos? —pregunté a Loa. No me contestó. Parecía preocupado.

Se oía algo, un rugido de viento o de agua, pensé al principio, mientras nos acercábamos. Pero no, era un cántico, un coro de voces que emitía aquel ejército inmenso, marcando tonos graves que se entremezclaban y chocaban unos contra otras. A medida que descendíamos eran más fuertes. Me dolía la cabeza. Vi que Loa sangraba por los oídos antes de sentir yo misma el calor húmedo deslizándose hacia mi cuello. Me detuve y me toqué, y retiré los dedos manchados de sangre.

—Resistiréis —me dijo Rolando, al verlo. Sus oídos no sangraban. No me sorprendió. No era humano.

Al fondo, al otro lado de la sala inmensa y aterradora, había unas grandes puertas. Y, mientras observábamos, se abrieron y vimos una figura, envuelta en el destello de mil hechizos. Era hermoso y terrible. Me recordó ese Demon sugerente y perfecto de Zichy que os añado a la izquierda. No sé, supongo que, cuando la belleza consigue dar miedo, es que está teniendo lugar algo realmente contra-natura.

Demon
Mihály Zichy, 1878
Pabrich, supe, sin necesidad de que nadie lo dijera.

La sensación de poder, inmenso, brutal, lo sacudió todo. Su figura era quizá hasta minúscula comparada con la enormidad de su obra, pero el poder que proyectaba tenía un tacto casi físico, tocaba, ahogaba, imponía; ocupaba aquel espacio inmenso y más. Casi temí que nos aplastara contra las paredes, como si no fuésemos más que insectos.

—Quédate aquí —me ordenó Rolando. Señaló un punto, con el dedo—. Es una buena posición, puedes disparar desde ahí, apóyate en la columna. Que no te vean antes de tiempo. Yo voy a la plataforma —Miró a Loa—. Recuerda lo que te dije.

—Lo haré, amo —replicó Loa, sumiso como siempre. No parpadeó—. Muere tranquilo. La sacaré con vida de aquí. 

Maldito Loa. Retorcido y traidor. Ni siquiera su expresión revelaba nada cuando le observó marchar. Pensé que eso iba a ser todo, pero Rolando se volvió de pronto, regresó hacia mí y me besó. 

—No me falles, Reb, no me falles... —me súplicó. "Mátame", decían esas palabras. Y era yo la que estaba muriendo. Creo que sollocé y que por eso me soltó bruscamente y se marchó.

De reojo capté la sonrisa malvada de Loa. Hubo algo en ella que me llenó de inquietud. Fue como si él supiera algo que nosotros no sabíamos, como si viese la situación desde una posición  más ventajosa. No podía tener nada que ver con el hecho de que, una vez fuera y viva, una vez cumplido el mandato, más me valía tener mucho cuidado con él. Eso, ambos lo sabíamos, seguro que intentaba matarme. Loa era un hombre de rencores intensos y firmes. Tenía los huesos empapados en odio.

Pero no le concedí más atención. Me subí a una balaustrada, donde me había indicado Rolando, preparé a Steampunk y observé con cuidado el lugar. 

Pabrich seguía con sus conjuros. Estaba marcando algo en el suelo, parecía un dibujo, algo semejante a un vevé vudú. A su alrededor, los encapuchados oscilaban sobre sus pies, sus ropas formaban un oleaje, el cántico se hacía más firme. Los hombres vestidos con túnicas blancas avanzaron un paso y se arrodillaron, echando la cabeza para atrás, dejando expuesto su cuello. Los hombres de las túnicas rojas los degollaron, sin prisa, sin perder el ritmo, el maldito ritmo que todo lo alteraba.

Sssssuuummm... se sintió. La sangre borbotaba sobre las túnicas blancas, tiñéndolas también de rojo.  Caía a chorros sobre la roca, donde se deslizaba en largas cintas rojas, hasta unirse al dibujo de Pabrich. Los dragones zombi iban cogiendo los cuerpos sin ningún cuidado y los arrojaban por el borde de la plataforma, al abismo sin fondo que parecía desear devorarlo todo. Cuando no quedó ninguno, entró por la puerta otra remesa de hombres con túnicas blancas. ¿Esclavos? ¿Iluminados como Popov, dispuestos a dar estúpidamente la vida por algo sin mayor sentido? A saber...

—Ahí está el amo —me avisó Loa. Rolando saltó, descolgándose con agilidad increíble desde la balaustrada, rodó por una de las plataformas laterales y se puso en pie de un salto, creando una onda expansiva que lanzó a los encapuchados más cercanos a un lado, dejándole espacio. Luego, sin transición, lanzó un poderoso ataque arcano hacia Pabrich. Sus ojos brillaban ,con un escarlata intenso, en la penumbra de rasgos que era su rostro. Pensé, desolada, que encajaba mejor en aquel sitio que con nosotros. Conmigo.

La magia crepitó en aquella luminosidad forjada con magias muertas. Estremeció las sombras nacidas del abismo. Los dragones ni siquiera titubearon, quizá porque no tenían voluntad propia y Pabrich. no recurrió a ellos. El cántico se detuvo un instante, como desconcertado, y comenzó de nuevo, más grave, más frenético.

—Hazlo —dijo Loa, a mi lado. Sonó estremecido, luchaba por contener un grito de dolor. Ahora también sangrábamos por la nariz.

Abajo, Pabrich aguantó el golpe con esfuerzo pero en pie, pareció coger algo en el aire y tiró bruscamente. Rolando fue lanzado hacia delante como si tiraran de él con una cuerda, cayó de bruces en el suelo y recorrió varios metros, hasta encontrarse a los pies de aquella criatura. Pabrich alzó una pierna y trató de pisarlo, pero Rolando giró, alejándose rodando. 

Dante et Virgille en Enfer
William-Adolphe Bouguereau
, 1850
La sala entera se estremeció cuando Pabrich golpeó el suelo, destrozando la piedra, hundiendo el pie hasta el tobillo, marcando su huella profundamente. Los dragones zombificados que le rodeaban rugieron en distintas voces, uniéndose al cántico. La tensión que creaba aumentó y aumentó. Creí que convertiría en pulpa mi cerebro, que saldría a presión por mis orejas.

Golpes, golpes, de Rolando y de Pabrich, peleando de forma salvaje, intercalando fuerza bruta con ataques mágicos. Tuve un atisbo de esperanza. Parecía que, al menos, sus fuerzas estaban equilibradas, que Rolando no tenía por qué morir esa noche, que teníamos una oportunidad.
Entonces, Pabrich cogió a Rolando por una muñeca, se la retorció, obligándole a caer de rodillas y retorcerse hacia atrás, y le clavó los dientes en el cuello, de un modo que me hizo recordar ese cuadro que añado, de Bouguereau. 

La sangre salpicó. Sangre de demonio, más oscura, más densa, que fluye por causas distintas...

—¡Hazlo! —gritó Loa a mi lado—. ¡Ahora, vamos!

Alcé a Steampunk. Les observé por la mirilla, centré el tiro en Rolando.

Apoyé el dedo en el gatillo, empecé a presionarlo...